domingo, 26 de abril de 2009

Dos cantos: Agnès Varda y David Lynch



Una directora poco conocida en nuestro medio es Agnès Varda (1928), si bien ha sido considerada precursora y parte de la Nouvelle Vague, y es creadora de un neologismo interesante, cinécriture, alusivo al concepto total del trabajo fílmico que ella propone.

Vi hace unos días su segunda película: Clèo de 5 a 7 (1961). La protagonista, Cléo/Flora, interpretada por Corinne Marchand, recorre en tiempo casi real los recovecos de París y de sus propias emociones, esperando recibir los resultados de un examen médico. Se trata de una mujer joven, bonita y que ha tenido cierto éxito en la canción popular (donde utiliza un nombre artístico: Cléo, por la poderosa y seductora Cléopatre); sospechando un mal diagnóstico acude a una sesión de tarot, punto en el que comienza el relato, con imágenes en color (las de las cartas) que luego ceden paso al blanco y negro.

La película me sedujo desde ese comienzo: las cartas del tarot y su potencial narrativo siempre me han atraído. Recuerdo por ejemplo las historias de El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino, donde varias historias se van hilvanando a través de la lectura de esas imágenes polivalentes y enigmáticas. En el caso de esta película, el recurso permite una rápida síntesis de la vida de Cléo: es amante de un hombre que le dedica poco tiempo, hay una mujer, significativamente llamada Angela, que oficia de ama de llaves pero también de administradora de las pasiones y supersticiones de la superficial y atribulada Cléo. Las cartas ven también la enfermedad: un cáncer que aparentemente acabará matándola.
A partir de allí se inicia el periplo de Cléo por la ciudad. Es el primer día del verano, la vida se activa en las calles y parques parisinos, pero ella observa en todas partes los signos de su propia decadencia. La cámara es la que media estas sensaciones; una cámara subjetiva, su mirada, que pasa por tiendas de pompas fúnebres, por espectáculos callejeros en que parece cotidiano tragar sapos o atravesarse la carne con alfileres, por escaleras que comunican cielo e infierno, por espejos trizados. Cléo se sabe hermosa y trata de convencerse de que estará viva mientras dure esa belleza: ella está más viva que todos, todos los demás. Pero ese estado anímico cambia por instantes, y así el tiempo se comprime o se alarga; tan pronto ella siente que “no queda tiempo” como que queda “todo el tiempo del mundo”. Tener o no tener tiempo en esa tarde parisina que la directora, obsesionada por los recorridos urbanos, sabe captar sensiblemente.

El paseo de Cléo deja ver la mano de la documentalista precursora que es también Varda, pero no es un recorrido objetivo, es un recorrido que revela los estados de ánimo de su protagonista.

Hay momentos que resultan guiños literarios y culturales interesantes, como el ingreso al Café Dôme, por ejemplo, en que la protagonista se da vueltas oyendo fragmentos de conversaciones, en una escena que nos pareció muy cercana al simultaneísmo de Apollinaire en poemas como Lundi Rue Christine (poesía que desde su nacimiento debía tener como horizonte la panacea de tiempo y espacio que es el cine), o bien, en ese mismo café, la inclusión de pinturas y afiches significativos, o la protagonista oyéndose a sí misma cantar en el wurlitzer (frente a la indiferencia de los clientes, embebidos en sus propios dramas, o discutiendo sobre el conflicto argelino).

Pero lo que me ha hecho escribir sobre la película es un momento singular: aquel en que ella, estacionada por unos minutos en su departamento, recibe la visita de un pianista y de un escritor de canciones. El músico fue interpretado por el famoso Michel Legrand; el escritor, ni más ni menos que por Jean-Luc Godard, ambos amigos de Varda. Estos personajes desconocen el drama de la protagonista. Y la convidan a probar nuevas canciones. Entre ellas, Sans Toi, en http://www.youtube.com/watch?v=e7MN7kJ0uy0.

Me atrae la posibilidad de leer este momento desde tantas aristas distintas. El feminismo francés reconoció débilmente a Varda, quien llegó a realizar películas como Una canta, la otra no (1977), o Sin techo, ni ley (1985), donde problematiza la condición de la mujer y la marginalidad. Pero es claro que la protagonista de esta película no es una heroína de aquellas: frívola, superficial, encapsulada en su vanidad, mujer objeto, no es su condición femenina la que conduce sus reflexiones, sino el temor a la muerte. Esto aflora en el momento en que toma la canción como desafío y se producen esos minutos en que, lejos del tono documental que predomina en los primeros momentos del paseo de Cléo, la realizadora aísla su rostro, lo ilumina e incorpora elementos ajenos a la escena. La tormenta sentimental de la canción se deja oír en esta imagen desrealizada, en que Cléo acompañada por toda una orquesta, mira a la cámara y melodramáticamente deja caer sus lágrimas.

Después de esta escena, ella se quitará la peluca de cantante y volverá a salir a la calle, esta vez sola, buscando sin saber qué. El último segmento de la película (fragmentada en capítulos, según los personajes que acompañen a Cléo y los minutos que ocupen) relata el encuentro con un soldado que debe viajar a Argelia esa misma tarde. Otro eventual condenado, que se ofrecerá a acompañarla y que además se quedará con el verdadero nombre de Cléo: Flora, vinculándola con la naturaleza, descubriendo una faceta más espontánea y auténtica, procurando aligerar el dramatismo que la caracteriza y la atrapa.

La visión de la mujer a lo largo de toda la cinta es convencional, lo sé. Pero hay algo en el momento en que ella canta, que me hace pensar sobre la relación entre el género y los resortes del melodrama. Algo que me hace preguntarme sobre mí misma, en el fondo. Sobre el impacto de esos lagrimones enfrentando la cámara.

El relato de Varda está impregnado de poesía y también de humor. La escena con los músicos va más allá del melodrama dado que éste se interroga a sí mismo. Los músicos cuestionan la habilidad que pueda tener la cantante para transmitir las emociones que refiere, sin saber que pasa por un momento de intenso temor (aunque no de reformulación existencial). El momento es de por sí melodramático, subrayado por la desrealización de la escena. Pero se le entiende y acepta (es más, lo he visto tantas veces que debo reconocer que no es algo que acepte: es algo que me fascina) como situación crítica, reveladora, como punto de inflexión que parte el periplo de Cléo en dos.
Cuando vi la escena me acordé de otra, revisada también muchas veces. Otra mujer cantando y llorando, sola, ante la cámara. En un momento de revelación, de reconocimiento, de identificación de las emociones y los recuerdos. Es la escena de Mulholland Drive (2001), de David Lynch, en que Rebecca del Rio interpreta, portentosamente, Llorando (Crying, de Roy Orbison). La secuencia se encuentra en: http://www.youtube.com/watch?v=oddg6dCB7FE
En estas imágenes se revelan otras estrategias para abordar el canto: Rebecca no mira a la cámara: interpela al auditorio del Club Silencio, teatro de medianoche, ambiguo, siniestro, donde las protagonistas encontrarán la clave para regresar a ellas mismas, a su miserable historia de amor, afincada en el rizo de esta historia oscura, como casi todo lo de Lynch.
Rebecca lleva pintada su lágrima, teatral como su propia interpretación a cappella, sin instrumentos que maticen el desgarro de su voz. La cantante se derrumba antes de terminar; su cuerpo lo arrastran fuera mientras, sorprendentemente, permanece en escena la voz. Las protagonistas lloran conmovidas.

La voz que permanece en el escenario vacío, cantando que llora (la canción Sans Toi, escrita por Vardá y musicalizada por Legrand, va en la misma línea de los amores perdidos) la he leído, no sé si justa o desproporcionadamente, como esa voz femenina que permanece y se extiende, elástica, por los escenarios, llegando hasta las esquinas y rincones de un drama jamás resuelto, que los discursos de género y sus reivindicaciones políticas y sociales no han logrado despejar. Este drama bello, sensible y detestable del abandono y la fragilidad, mitificado culturalmente, elevado a símbolo, parodiado, expuesto pero vigente en mi propia manera de ver, de sentir, de conmoverme.

2 comentarios:

  1. Es cierto eso que comentas respecto a la la canción, es la toma de conciencia de un sí mismo que debe buscar más para verse a sí, suena enredado... pero es lo que señala el tarot, no siempre cuando se habla de muerte es muerte física, es cambio de estado, creo que depende de cada uno hacia dónde va. Crero que después de la canción la protagonista me fascinó, antes no, es esa búsqueda activa por obtener respuestas lo que me conmueve en Cleo/ Flora... que termina siendo Flora caminando en un parque.
    Lo de Lynch, no sé, creo que la canción también juega un papel importante, develando la historia a las mismas protagonistas, el dolor, el como es necesario quizás que los papeles se intercambien para vivir el dolor del otro y reconocerse a sí mismo en ese dolor agónico.... aunque jajaja sinceramente la película de Lynch la debo ver unas 10 veces más por lo bajo como para decir algo cuerdo de ella.

    Hablamos Lorena.

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  2. Jaja, la verdad no sé si dije algo muy cuerdo sobre la película de Lynch, me sobrepasa; pero hay algo en las dos escenas que permite hacer la conexión, o más bien, que me obligó a hacer la conexión.
    Pensé lo mismo, además, acerca de Cleo: sólo después de la canción pude seguirla realmente. Será porque hasta ese minuto se comporta como una idiota y una desgradable, en la línea de otras mujeres frívolas que habitan la novela francesa.

    Y nos estamos hablando...

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