domingo, 26 de abril de 2009

Dos cantos: Agnès Varda y David Lynch



Una directora poco conocida en nuestro medio es Agnès Varda (1928), si bien ha sido considerada precursora y parte de la Nouvelle Vague, y es creadora de un neologismo interesante, cinécriture, alusivo al concepto total del trabajo fílmico que ella propone.

Vi hace unos días su segunda película: Clèo de 5 a 7 (1961). La protagonista, Cléo/Flora, interpretada por Corinne Marchand, recorre en tiempo casi real los recovecos de París y de sus propias emociones, esperando recibir los resultados de un examen médico. Se trata de una mujer joven, bonita y que ha tenido cierto éxito en la canción popular (donde utiliza un nombre artístico: Cléo, por la poderosa y seductora Cléopatre); sospechando un mal diagnóstico acude a una sesión de tarot, punto en el que comienza el relato, con imágenes en color (las de las cartas) que luego ceden paso al blanco y negro.

La película me sedujo desde ese comienzo: las cartas del tarot y su potencial narrativo siempre me han atraído. Recuerdo por ejemplo las historias de El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino, donde varias historias se van hilvanando a través de la lectura de esas imágenes polivalentes y enigmáticas. En el caso de esta película, el recurso permite una rápida síntesis de la vida de Cléo: es amante de un hombre que le dedica poco tiempo, hay una mujer, significativamente llamada Angela, que oficia de ama de llaves pero también de administradora de las pasiones y supersticiones de la superficial y atribulada Cléo. Las cartas ven también la enfermedad: un cáncer que aparentemente acabará matándola.
A partir de allí se inicia el periplo de Cléo por la ciudad. Es el primer día del verano, la vida se activa en las calles y parques parisinos, pero ella observa en todas partes los signos de su propia decadencia. La cámara es la que media estas sensaciones; una cámara subjetiva, su mirada, que pasa por tiendas de pompas fúnebres, por espectáculos callejeros en que parece cotidiano tragar sapos o atravesarse la carne con alfileres, por escaleras que comunican cielo e infierno, por espejos trizados. Cléo se sabe hermosa y trata de convencerse de que estará viva mientras dure esa belleza: ella está más viva que todos, todos los demás. Pero ese estado anímico cambia por instantes, y así el tiempo se comprime o se alarga; tan pronto ella siente que “no queda tiempo” como que queda “todo el tiempo del mundo”. Tener o no tener tiempo en esa tarde parisina que la directora, obsesionada por los recorridos urbanos, sabe captar sensiblemente.

El paseo de Cléo deja ver la mano de la documentalista precursora que es también Varda, pero no es un recorrido objetivo, es un recorrido que revela los estados de ánimo de su protagonista.

Hay momentos que resultan guiños literarios y culturales interesantes, como el ingreso al Café Dôme, por ejemplo, en que la protagonista se da vueltas oyendo fragmentos de conversaciones, en una escena que nos pareció muy cercana al simultaneísmo de Apollinaire en poemas como Lundi Rue Christine (poesía que desde su nacimiento debía tener como horizonte la panacea de tiempo y espacio que es el cine), o bien, en ese mismo café, la inclusión de pinturas y afiches significativos, o la protagonista oyéndose a sí misma cantar en el wurlitzer (frente a la indiferencia de los clientes, embebidos en sus propios dramas, o discutiendo sobre el conflicto argelino).

Pero lo que me ha hecho escribir sobre la película es un momento singular: aquel en que ella, estacionada por unos minutos en su departamento, recibe la visita de un pianista y de un escritor de canciones. El músico fue interpretado por el famoso Michel Legrand; el escritor, ni más ni menos que por Jean-Luc Godard, ambos amigos de Varda. Estos personajes desconocen el drama de la protagonista. Y la convidan a probar nuevas canciones. Entre ellas, Sans Toi, en http://www.youtube.com/watch?v=e7MN7kJ0uy0.

Me atrae la posibilidad de leer este momento desde tantas aristas distintas. El feminismo francés reconoció débilmente a Varda, quien llegó a realizar películas como Una canta, la otra no (1977), o Sin techo, ni ley (1985), donde problematiza la condición de la mujer y la marginalidad. Pero es claro que la protagonista de esta película no es una heroína de aquellas: frívola, superficial, encapsulada en su vanidad, mujer objeto, no es su condición femenina la que conduce sus reflexiones, sino el temor a la muerte. Esto aflora en el momento en que toma la canción como desafío y se producen esos minutos en que, lejos del tono documental que predomina en los primeros momentos del paseo de Cléo, la realizadora aísla su rostro, lo ilumina e incorpora elementos ajenos a la escena. La tormenta sentimental de la canción se deja oír en esta imagen desrealizada, en que Cléo acompañada por toda una orquesta, mira a la cámara y melodramáticamente deja caer sus lágrimas.

Después de esta escena, ella se quitará la peluca de cantante y volverá a salir a la calle, esta vez sola, buscando sin saber qué. El último segmento de la película (fragmentada en capítulos, según los personajes que acompañen a Cléo y los minutos que ocupen) relata el encuentro con un soldado que debe viajar a Argelia esa misma tarde. Otro eventual condenado, que se ofrecerá a acompañarla y que además se quedará con el verdadero nombre de Cléo: Flora, vinculándola con la naturaleza, descubriendo una faceta más espontánea y auténtica, procurando aligerar el dramatismo que la caracteriza y la atrapa.

La visión de la mujer a lo largo de toda la cinta es convencional, lo sé. Pero hay algo en el momento en que ella canta, que me hace pensar sobre la relación entre el género y los resortes del melodrama. Algo que me hace preguntarme sobre mí misma, en el fondo. Sobre el impacto de esos lagrimones enfrentando la cámara.

El relato de Varda está impregnado de poesía y también de humor. La escena con los músicos va más allá del melodrama dado que éste se interroga a sí mismo. Los músicos cuestionan la habilidad que pueda tener la cantante para transmitir las emociones que refiere, sin saber que pasa por un momento de intenso temor (aunque no de reformulación existencial). El momento es de por sí melodramático, subrayado por la desrealización de la escena. Pero se le entiende y acepta (es más, lo he visto tantas veces que debo reconocer que no es algo que acepte: es algo que me fascina) como situación crítica, reveladora, como punto de inflexión que parte el periplo de Cléo en dos.
Cuando vi la escena me acordé de otra, revisada también muchas veces. Otra mujer cantando y llorando, sola, ante la cámara. En un momento de revelación, de reconocimiento, de identificación de las emociones y los recuerdos. Es la escena de Mulholland Drive (2001), de David Lynch, en que Rebecca del Rio interpreta, portentosamente, Llorando (Crying, de Roy Orbison). La secuencia se encuentra en: http://www.youtube.com/watch?v=oddg6dCB7FE
En estas imágenes se revelan otras estrategias para abordar el canto: Rebecca no mira a la cámara: interpela al auditorio del Club Silencio, teatro de medianoche, ambiguo, siniestro, donde las protagonistas encontrarán la clave para regresar a ellas mismas, a su miserable historia de amor, afincada en el rizo de esta historia oscura, como casi todo lo de Lynch.
Rebecca lleva pintada su lágrima, teatral como su propia interpretación a cappella, sin instrumentos que maticen el desgarro de su voz. La cantante se derrumba antes de terminar; su cuerpo lo arrastran fuera mientras, sorprendentemente, permanece en escena la voz. Las protagonistas lloran conmovidas.

La voz que permanece en el escenario vacío, cantando que llora (la canción Sans Toi, escrita por Vardá y musicalizada por Legrand, va en la misma línea de los amores perdidos) la he leído, no sé si justa o desproporcionadamente, como esa voz femenina que permanece y se extiende, elástica, por los escenarios, llegando hasta las esquinas y rincones de un drama jamás resuelto, que los discursos de género y sus reivindicaciones políticas y sociales no han logrado despejar. Este drama bello, sensible y detestable del abandono y la fragilidad, mitificado culturalmente, elevado a símbolo, parodiado, expuesto pero vigente en mi propia manera de ver, de sentir, de conmoverme.

domingo, 19 de abril de 2009

Contar una historia (... o el síntoma del Ministro)


Cosa extraña, asistí el otro día al lanzamiento de una novela. Y me sorprendió que uno de sus comentadores –otra cosa inusual: nada menos que un Ministro de Estado- la celebrara no por su aparente inteligencia, incomodidad y patetismo (no la he leído aún, sintetizo lo que se dijo ese día), sino por lo que no es: con firmeza, él explicó que esta novela, afortunadamente, no es una reflexión metatextual sobre las posibilidades o imposibilidades de la literatura. La aplaudió por “tener una historia” y acercarse así a una tradición literaria que vinculó, entre otras, a figuras como Stendhal (quien, debemos recordarlo, es autor de ese citadísimo aserto mal aprovechado por las estéticas realistas, de carácter evidentemente metatextual: “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Una cita a la que le guardo cariño, desde que leí 53 días, de Perec).
La idea del Ministro fue celebrada por la concurrencia. Por fin una novela que no se jacta de ser novela, una novela que no se jacta de ser literatura o escritura, una novela que descansa “en una historia”. Risas, bromas entre él y el autor, bromas entre él y el público, bromas entre el público y el público.
Pero el Ministro precisó algo más, todavía; explicó que algo había en aquella novela, no libre del todo de la plaga posmoderna: una reflexión metanarrativa, de todos modos, porque el protagonista, un director, no logra terminar su película. Y no supe cómo, pero la cosa paró en que reflexionar sobre las películas es menos pesado (o penoso) que escribir sobre novelas ausentes o presentes.
El Quijote, la primera novela moderna en nuestro idioma, entraña ya una de las reflexiones más poderosas sobre la consistencia y el ser de la(s) novela(s). ¿Por qué celebrar la ausencia (aparente) de este rasgo tan propio de la modernidad artística? ¿Literatura del agotamiento del agotamiento? ¿Reacción visceral frente a una inquietud instalada y reinante? ¿Acto aparentemente díscolo? ¿Un síntoma de algo más grande o algo por venir?
Probablemente mucho menos que todo eso.
Las novelas que van sobre novelas sí pueden tener una historia. No se trata de esto o lo otro. Por otra parte, las narraciones están como soldadas a los cuerpos y sujetos e incluso a las escrituras más herméticas (las historias saben cómo inmiscuirse). Por último, para que sirvan, las historias deben ser bien contadas. Y sobre este punto no sé si el Ministro habló lo suficiente, quizás yo no era el mejor público para escucharlo.
Cuando salí de ahí era de noche. Una buena noche de otoño. Aunque la calle invitaba a otras cosas, tuve tiempo, entre la conversación y los detalles de irse de cualquier lugar, para darle vueltas al asunto que desde ahora llamaré, sin lograr un diagnóstico que valga, “el síntoma del Ministro”.

viernes, 17 de abril de 2009

Romper a Alone



"Sentí unos pasos a mis espaldas. Me volví. La figura homérica de Farewell me observaba con las manos en jarra. Me preguntó si me sentía mal. Le dije que no, que se trataba tan sólo de una zozobra pasajera que el aire puro del campo se encargaría de evaporar. Aunque estaba en una zona de sombras supe que Farewell había sonreído. (...) Durante un rato ambos permanecimos en silencio. Luego Farewell dio dos pasos en dirección a mí y vi aparecer su cara de viejo dios griego desvelado por la luna. Me sonrojé violentamente. La mano de Farewell se posó durante un segundo en mi cintura. Me habló de la noche de los poetas italianos, la noche de Iacopone da Todi. La noche de los Disciplinantes. ¿Los ha leído usted? Yo tartamudeé (…) Entonces la mano de Farewell se retorció como un gusano partido en dos por la azada y se
retiró de mi cintura, pero la sonrisa no se retiró de su faz. ¿Y a Sordello?, dijo. ¿Qué Sordello? El trovador, dijo Farewell, Sordel o Sordello. No, dije yo.
Mire la luna, dijo Farewell. Le eché un vistazo. No, así no, dijo Farewell. Vuélvase y mírela. Me volví. Oí que Farewell, a mis espaldas, musitaba: Sordello, ¿qué Sordello? (…) Sordello, que no tuvo miedo, no tuvo miedo, no tuvo miedo. Y recuerdo que en aquel momento yo tuve conciencia de mi miedo, aunque preferí seguir mirando la luna. No era la mano de Farewell que se había
acomodado en mi cadera la que provocaba mi espanto. No era su mano, no era la noche en donde rielaba la luna más veloz que el viento que bajaba de las montañas, no era la música del gramófono que escanciaba uno tras otro tangos infames, no era la voz de Neruda y de su mujer y de su dilecto discípulo, sino otra cosa…"



Roberto Bolaño, Nocturno de Chile




La cita de Nocturno de Chile puede servir para ilustrar una idea, una idea vaga, por cierto, una idea que recién comienzo a formar pero que por lo mismo quizás sea interesante compartir y alimentar.
En este pasaje, en que se plasma ese rintintín que atravesará la novela (“Sordello, ¿qué Sordello?”), se encuentran el protagonista y delirante narrador, Sebastián Urrutia Lacroix, y el crítico por excelencia, el famoso, “homérico” Farewell, quien aparte de intentar seducir a Urrutia, despliega aquí una gran cantidad de referencias europeas, italianas, y sobre todo, menciona a ese poeta o trovador, Sordel o Sordello. Bolaño tenía una particular inteligencia para despertar esos ecos del lenguaje que algunos teorizan como lo semiótico, lo fluido, lo que excede toda racionalidad: sordel, sordello, evoca lo sórdido, la suma de esta escena decadente en que los dos personajes, reunidos en el fundo de Farewell con Neruda, la mujer de éste y un aprendiz del poeta, exhiben al lector sus debilidades y algo más que sus debilidades: sus iniquidades, sus hipocresías.
La escena es particularmente transgresora; tras el nombre de Urrutia y el seudónimo de Farewell, laten el nombre y el seudónimo de dos importantes críticos de la historia literaria chilena, José Miguel Ibáñez Langlois y Alone (Hernán Díaz Arrieta). Muchos lectores contemporáneos habrán leído primero este pasaje que sus textos (que quizás jamás lleguen a leer). Se puede decir, entonces, que Bolaño engendró una escena mítica y patética de la literatura chilena. Mito o interpretación, se nos dirá, de rasgos particulares de los aludidos, pero por sobre todo, desenmascaramiento de cierto tipo de discursos que han venido encorsetando las prácticas culturales que a través de su escritura Bolaño desea (y consigue) liberar.
Esto a modo de introducción. Porque deseo servirme de esta escena, para ahondar en el lugar ambiguo de uno de los escritores que la inspiran, el crítico Alone (1891 - 1984).
En la novela, Farewell es un crítico famoso, apatronado, poderoso y homosexual; este último rasgo se presenta en la narración de forma sibilina y perturbadora. De Alone, se conoce su condición bisexual, subrayada públicamente por diversos autores, entre ellos, el historiador Gonzalo Vial en el prólogo al Diario íntimo del crítico (publicado el 2001). La relación que se establece entre el crítico de la ficción bolañeana y el crítico real se debe en gran medida a este rasgo, que durante años fuera un secreto a voces entre las élites vinculadas con el escritor.
A Alone lo llamo, indistintamente, crítico o escritor, porque ejerció ambas prácticas: escribió, en su juventud, una novela con carácter de diario íntimo, La sombra inquieta (1915) y un libro más antiguo aún, en la línea de tantos que se publicaron a principio de siglo y que contenían los materiales más diversos: Prosa y verso (1909), en que la prosa corría por cuenta suya y el verso, por la de su amigo Jorge Hübner. Ninguna de estas experiencias fue lo suficientemente feliz para Alone, quien masculló a lo largo de su vida las líneas de… una novela ausente, como tantas otras. Sobre el trabajo que realizó como crítico se ha dicho bastante, sobre todo frases hechas. Se han escrito libros que no son más que homenajes, y también textos airados que lo combaten, pero pienso que él pertenece a una extraña categoría literaria, la de aquellos fenómenos tan vistos que realmente no los ve nadie. Aquellos autores de los cuales todos hablan o creen saber algo, pero de los que nadie (o casi nadie: no pretendo ignorar algunos buenos trabajos que existen sobre Alone) ha leído nada. Sus “crónicas literarias” (prefería llamarlas así antes que “críticas”), resultan extemporáneas. Quienes lo agasajaron con sus comentarios resaltaron cuestiones de estilo, afinidades literarias, hallazgos afortunados. Quienes lo atacaron y hoy lo atacan -con justa razón- ponen de relieve su arribismo, su conservadurismo, los contornos demasiado precisos de su crítica impresionista.
Afortunadamente, vivimos un momento en que las relecturas son algo más que un vicio privado: son necesarias para la reconstrucción de los discursos hoy en entredicho, el discurso histórico, el discurso literario. La lectura situada de estos textos que forman parte de un pasado común –en este caso, una vasta construcción textual que da cuenta ni más ni menos que de los modos en que se fue construyendo en Chile la noción de crítica literaria y de la inserción en el campo literario de voces profesionalmente “autorizadas” y a veces autoritarias- se convierte en desafío productivo, pues nos permite desmantelar los estereotipos instalados, desestabilizarlos, darles un nuevo sentido. Más allá de las imposiciones de este posmodernismo o sobremodernismo y sus incautaciones vacías de estilos diversos y autores inconcebibles, pienso que es útil mirar hacia esa cara oculta de la luna donde habitan los libros no leídos o bien, los que recogen textos como los de Alone: tan leídos y sobados desde sus propias lógicas y limitaciones, que resultan nuevos al referirse a ellos desde nuevas discursividades.
Por eso pienso que hay que leerlo y dejarse estremecer por su ambigüedad, por sus desmarques y fugas, por su difícil acomplamiento a la realidad evidente de lo que llamaban y llamamos todavía hoy “la literatura chilena”.
Alone fue europeizante en un momento en que a través de las producciones simbólicas se fortalecía el imaginario nacional homogeneizador de las diferencias locales y en que quizás el criollismo (su polémica con Latorre es conocida) fue un obstáculo más que un dinamizador del pensamiento local; fue excluyente y conservador, pero también supo leer en los textos de sus contemporáneos ciertas marcas o diferencias significativas. Respetó y admiró a autoras como Gabriela Mistral cuando críticos archiconservadores, como Pedro Nolasco Cruz, sólo sabían denostarla. Reparó en Brunet y en Neruda, en un momento en que reparar en ellos no era precisamente fácil. Como crítico hubo matices que le dieron cierta complejidad a su expresión, aunque por supuesto hoy resulte difícil digerirlo (y no rayar y rayar sus párrafos, tantas veces egoístas, excluyentes, clasistas; comprendo y comparto algunas de las ácidas críticas que otros lectores dejaron en los ejemplares que consigo en la biblioteca).
Hay que hacer dialogar, además, al crítico con el escritor; su Diario íntimo, publicado de manera incompleta, es realmente notable por las tensiones que escenifica. Emerge allí su compleja relación con la sociedad a la que pertenece. Se revela la conocida problemática de la representatividad del intelectual, ajeno a la clase que representa, colocado en un lugar otro desde el cual defiende los intereses ya sea de los poderosos o de los marginados, con una voz equívoca y ajena.
Nacido en una familia aparentemente venida a menos, por lo que él mismo relata en los textos reunidos bajo el título Pretérito imperfecto (recopilado por Alfonso Calderón unos años antes de la muerte de Alone), se hizo camino en los salones de la “buena sociedad” cuidándose, como Edwards Bello, de caer en la “siutiquería”, ese mal tan pésimamente visto por los miembros de la élite chilena. Su deslumbramiento en aquellos bailes que presencia sin bailar, sin participar, ocupando un costado de la pista, pero pendiente de observarlo y anotarlo todo, como si fuera él mismo su querido Sainte-Beuve, nos informa sobre la construcción de una soledad que va más allá del hastío existencial al que apuesta en su escritura, una soledad que es más que un seudónimo a lo belle époque, una soledad que es en sí misma su condición de intelectual alineado del lado del abolengo y la riqueza.
Sería interesante poder reconstruir, a través de la lectura de los textos de Alone, su errática construcción autorial y vivencial, desde la singularidad de sus opciones críticas (de la lectura de los clasicistas franceses a la egocéntrica apropiación de Cárcel de mujeres, de María Carolina Geel), a los desacomodos de su trayecto por una ciudad polarizada (de los salones y casas de familia a los rincones nocturnos de la Quinta Normal).
Hilar no el discurso que construye y objetiva, sino aquel que no termina jamás de hilarse, mostrándonos así los múltiples trayectos de la experiencia.
Pero estas son solo ideas. Ideas alineadas. La crítica de Alone que imagino, aquella que quizás pueda ayudar a explicarnos lo que con tanta efectividad logra decir Bolaño o que quizás pueda refutarlo, o abrirlo, ésa está por escribirse todavía.

martes, 14 de abril de 2009

La maldición de Oscar


Oscar Wao divierte y duele a la vez.
Nada más ver las primeras notas a pie de página, altamente informativas sobre la política de Trujillo y sus esbirros, se percibe la novela de dictador, pero en un formato nuevo y alucinado. La violencia se apodera lentamente de la novela y la siniestralidad del poder asoma entre las costumbres sociales y los deseos sexuales de los protagonistas. Son los actores que interpretan el drama del “fukú” -la maldición endémica del Caribe-, los gafes en quienes se han enquistado el dolor y la soledad.
La maldición afecta a toda la familia de Óscar, desde su abuelo, muerto en una de las cárceles de Trujillo, hasta Óscar mismo, obeso y delirante escritor cuyas lecturas y experiencias vitales transitan entre El señor de los anillos, los juegos de rol y las películas de ciencia ficción, con el menos (y el más) de ser un inmigrante dominicano en Estados Unidos. Un caribeño que, a diferencia de todos sus compatriotas, es virgen.
La épica de Oscar se desata durante un verano, de vacaciones en su país de origen, cuando decide tomar las riendas de su ridícula situación.
El spanglish de la novela y sus tránsitos entre la cultura popular y el informe político se entremezclan en los relatos de distintos narradores. Y Oscar se pronuncia sobre el desordenado devenir familiar con voz altisonante y ajena, una voz, la suya, y una actitud, que le han valido comparaciones evidentes con el pesado y entrañable Ignatius Reilly, de la Conjura de los necios. Una asimilación a esa gran novela que nos parece le resta brillo propio a esta primera novela de Junot Díaz (1968), escrita bajo otros parámetros culturales (diversidad cultural, inmigración, tercermundismo) y cuya crítica se enriela hacia otros objetivos.
Como sus antecesores, Oscar rodará cabeza abajo al laberinto enigmático de una plantación, donde van a parar los opositores, los poco precavidos, los apasionados de esta novela. Pero habrá logrado su objetivo. Heroica y desesperadamente, conseguirá romper el fukú.
La novela es muy recomendable (en estos días me parece que esa palabra reverbera tristemente en el mundo bloggero, a raíz de un comentario que entiendo más bien retórico y algo descuidado, de Roberto Merino), porque abre un camino a la novela política, desprovista aquí de estructuras maniqueas. Nada más hay que compararla con un texto precursor, El señor presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias. El humor de Junot Díaz es muy valioso: los esbirros, caricaturescos, esperpénticos, son finalmente reales, su amenaza es real. Pero esa amenaza funciona en una atmósfera de referencias propias y aparentemente ajenas, muy bien trabadas, que deja abiertas las posibilidades de lectura, que no cierra con candado, que no alecciona ni moraliza.

sábado, 11 de abril de 2009

Segmento

(Este es un fragmento de algo que quizás termine de escribir o quizás no. Las cosas que me importan suelen quedar incompletas).
Mientras examina el letrero, como buscando en esas cinco letras algo más de lo que ellas dicen, comienzan a caer algunas gotas, muy pesadas, sobre sus ojos. Ya casi no se ve nada, es de noche en Torla, deberá buscar pronto un hotel. No siente frío, hambre o cansancio, es como si en los últimos días su cuerpo se hubiese descolgado hacia algún otro lugar; sólo percibe sus propias ideas y ellas mismas se le aparecen sin fuerza, disociadas en otro tiempo y espacio. Se siente, principalmente, una espectadora. Y sin embargo, sabe que no se debe mojar, sabe que debe comer, sabe que debe dormir. La empuja el sentido del deber.
Ella vive como montada graciosamente en un tiovivo, sin avanzar, retomando viejos caminos, cabalgando sobre caballitos de lata y plástico. Graciosamente, vuelve una y otra vez al comienzo. O al final. No lo sabe. Ella soy yo. Observando el letrero de Torla.
En el auto lleva una maleta, algunos CDs, una botella de agua, un regalo para cuando vea a su hija. Y dentro de su mochila, una libreta donde no olvida anotar, periódicamente, compulsivamente, lo imprescindible.
¿Qué es lo imprescindible hoy?
Vuelve al auto. Suena una voz de mujer. Apaga la radio, la guarda, toma la maleta y entra al pueblo caminando. No sabe manejar por esas calles estrechas, de piedra. Nunca lo hizo. No importa si se empapa, incluso estaba deseando caminar un poco. Buscará un buen hotel, se tomará un café y después se acostará y tratará de reducir esa voz baja de los pensamientos al mínimo posible. Cortar la radio. Un letrero cuelga sobre su cabeza y se mueve con el viento, le da su aprobación.
Pero no encuentra quién la oriente en esas calles donde comienza a sentir el frío de una tormenta que no parece de verano. Se está calando, me calo pero sigo montada en un tiovivo sicodélico, camino bajo la lluvia pero al mismo tiempo giro sobre las cabezas de la muchedumbre en una feria de atracciones y soy la atracción principal. Es imposible callarse, sonar callada. Afuera todo está en sombras y dentro el corazón palpita demasiado rápido y se sobresalta cuando entre el público chillón sorprendo la cara triste de mi hija. Paso con mi caballito frente a ella y veo que me pide que baje. Ni aun así logro parar el carrusel. Ni con toda la fuerza de sus ojos pinchando los míos. Me persigue, en los caballitos de atrás, un grupo de escritores muertos.
Los turistas han ido a cambiarse de ropa o a comer, la gente del pueblo está en sus casas haciendo alguna cosa que ella quisiera espiar detrás de esas ventanas atiborradas de flores. El pueblo que debiera parecer jovial, un pueblito de piedra en los Pirineos, de pronto le parece algo siniestro, las nubes se adivinan en el cielo, en las montañas destellan los relámpagos y el paisaje entero parece querer decirle que este viaje es malo, que está fallido, que no debió ser desde el primer día, cuando metió las cosas en la maleta y llamó a la agencia para solicitar un pasaje. Quizás tenga que ver con el desvío que decidió hacer: en vez de llegar directamente a París, optar por Barcelona y rehacer una ruta recorrida diez años antes, sin nubes negras, sin relámpagos en el horizonte. Sí, quizás debiera haber ido por París, olvidarse de todo, caminar en línea recta hacia el futuro y no en espiral, como un animal enfermo.
El carrusel gira. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no allá? ¿Qué es un acelerador de partículas? ¿No es ella un acelerador de partículas? ¿Y si se rompe y estalla? ¿Y si el mundo es tragado por ese estallido? ¿Y si todo comienza a desaparecer por ella misma, por su cuerpo? ¿Y si ella es el origen de un gran agujero negro?
Divisa a un hombre mayor, vestido con un impermeable, y se acerca a él. Aunque está desesperada, puede aún anticipar las respuestas de los otros. Ahora anticipa una respuesta hosca. Pero no. Hay un hotel muy cerca, le dice él. Observa con atención enferma su rostro de emisario del infierno. Los dientes volados. La mirada que no se fija en un punto. Surcos caóticos rayándole la cara. Hay un hotel muy cerca, calle arriba, y está muy bien de precio.
Sin quererlo, lo mira de arriba abajo, traga toda la información, captura como una máquina los detalles y se sorprende cuando descubre que lleva una venda negra sobre la muñeca izquierda. No puede creer que en este pueblo perdido del mundo un campesino haya querido quitarse la vida. Ni menos que se haya topado con ella una noche de verano y tormenta.
El hotel está prácticamente al lado. Santiago está lejísimos. El carrusel gira y cree que nunca alcanzará la puerta del hotel. El hombre se despide sin palabras. Los escritores muertos la siguen y le gritan que está sola...

jueves, 9 de abril de 2009

Descubrir Zama


Desde luego, llegué a Zama (¡1956!) a través de "Sensini" y, por cierto, de las recomendaciones de otros que siguieron, supongo, un mismo itinerario, uno de los muchos que dejó trazados antes de morir nuestra querida bestia de lectura, Roberto Bolaño. Pero, a pesar de todo mi cariño, que es bastante, o por lo menos más que suficiente, hubiese preferido que el libro se me presentara de otra manera, haberlo encontrado por mí misma en una librería de viejo en una de sus primeras ediciones o bien, hallarlo por una breve referencia en un texto sesudo y ajeno, como si se tratara del suspiro de un autor desgraciado.

No fue así: primero leí "Sensini" y quise al alter ego de Antonio di Benedetto, tanto como quise al narrador de esa historia sobre un encuentro y una ausencia (o esa es, por lo menos, una versión abreviadísima del cuento de Bolaño).

¿Y qué descubrí en Zama, qué pretendo anunciar? Las tres partes de una historia sobre la espera, fechadas en 1790, 1794 y 1799, tres años de la vida de don Diego de Zama, asesor jurídico de la corona estancado en Paraguay, en permanente trance de trasladarse a metrópolis que resulten más idóneas para su familia, alejada de él por kilómetros de soledad y barbarie. Las tres partes han sido tramadas en una extraña sintaxis, que no pretende emular las formas de expresión dieciochescas, pero que tampoco es la forma barroca del primer Borges a comienzos del siglo XX, ni menos una forma paródica cualquiera. Una expresión que es milagrosa, supongo, milagro de contemporaneidad y extemporaneidad al mismo tiempo.

Don Diego no es español, sino americano, y está siempre situado en un lugar ambiguo, los lugares de la espera, los lugares alucinantes de algo que parece no formado, de algo que parece formarse y arrasarlo todo. Aquella incesante creación imaginaria de América, no por más reiterada menos punzante, menos hipnótica.
La novela invoca formas demasiado conocidas: el asedio galante a una mujer pura o que pretende esa pureza, los fantasmas y demonios femeninos que agobian al narrador en una casa destartalada, el lance épico. Pero aquí todas esas formas demasiado conocidas tienen el valor de la insinuación, de la ironía, de la extrañeza. Cercanos a los horizontes de Buzatti, los paisajes que atraviesa don Diego en la última parte de la novela conmueven y aterran; el relato, cargado de poesía, anuncia la búsqueda de un bandido pero se convierte en el peregrinaje de Zama, el peregrinaje que define su espera inútil y kafkiana. Hay momentos bellísimos, tanto que sólo queda dejar a un lado el libro y pensarlos, pensar tanto en los indios ciegos con que se cruza el grupo de soldados (un desfile de indios ciegos a través de ese vasto y eléctrico paisaje, guiados por sus niños de ojos bien abiertos) como en los encuentros de Zama, el capitán del grupo y el perseguido, en triangulación imperfecta.

Ojalá me hubiese encontrado Zama en una habitación a oscuras. Palpándolo.

Diarios y palomas


(28 de febrero)
"En un banco a pleno sol, en el medio de las palomas"
(Georges Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino)


Es raro, estoy leyendo a dos escritores que observan a las palomas o que al menos se acuerdan de escribir que han observado algo en ellas. Quizás sea que me puse precisamente aquí, entre estos dos, Perec y Levrero, que he tenido todo el día ataques de sueño y sueños extraños. A ratos, sueños benéficos, extrañamente benéficos.

¿Por qué todos los que comentan La novela luminosa de Levrero repiten lo mismo? La famosa estructura, el diario de la beca, la novela inconclusa… Difieren sobre el tono de ambos. Algunos ven que se parecen, otros, que no se parecen nada. Yo creo que el tono es distinto. El diario es mucho, mucho más sombrío. Y la novela es una novela, ¿no? Pero el diario también es una novela, de eso estoy segura y quizás mucho más novela que el texto que Levrero deja inconcluso. Sigo ambos muy intrigada. La(s) novela(s) avanza(n). Esas letras que designan a las mujeres (amadas y/o apenas entrevistas), los muebles que no termina de colocar en su sitio, la imposibilidad de contar o más bien la dilación del contar, todo eso se distribuye en porciones y aparece Levrero, aéreo y subterráneo, topo, paloma.

Quizás pienso así porque he tenido esos sueños.
Hoy leía Tentativa echada en un sillón. Un sillón color berenjena. Al lado, mi hija comía su plato de verduras y carne muy picadas. Y el día se ponía cada vez más invernal. Lluvia. Con el libro en mis manos sentí un enorme bienestar y leí todo muy rápido. Los breves enunciados de Perec me transportaron a una plaza madrileña en que una vez, con 27 años y nada que hacer porque tenía efectivamente todo el futuro por delante y a mí misma totalmente a mi disposición, me puse a leer. Recordé el frío. Cierta luminosidad, la luminosidad del invierno y luego la caída de la tarde (en Tentativa me detuve mucho rato en la hora de las seis menos cinco minutos, cuando comienzan a encenderse las farolas) y aunque la suma de todos esos recuerdos pudiera ser melancólica, algo triste, me quedé dormida y tuve un sueño donde sentía mucho, mucho placer y algo tenía que ver con el invierno, con las palomas en una plaza nublada, y siento mucho no recordar nada de ese sueño que fue lo mejor que me ha ocurrido en varios días. Me quedé dormida en el sillón, de costado, con la cabeza apoyada en el brazo, y cuando abrí los ojos fue porque mi hija había terminado de comer hacía rato y venía a mí, limpia, recién cambiada, con su olor tan característico, y su sonrisa un poco burlona, llamándome.

Así son los diarios. Pero el de Levrero es, por supuesto, mucho más que esto y me extraña que nadie lo diga. El extraño poder narrativo de Levrero, que convoca algo más que una cotidianidad preñada de neurosis y que, por cierto, no pretende ser una summa iluminada. Es por esto que quedarse en el comentario de su estructura (el diario de la beca, la novela incierta) es concederle muy poco.



Como lectora, espero siempre el segmento de la paloma muerta. Pienso que cada vez que observa y escribe sobre esa paloma algo nuevo ha ocurrido en su cabeza, en su corazón. Algo nuevo se ha quebrado y ha generado ondas que modifican el pequeño espacio en que él se mueve obsesivamente, batallando obsesivamente también con sus obsesiones. Lo que es arriba es abajo, lo que está afuera está adentro, él cree bastante en eso, en esas formas de la magia, en las extrañas analogías. Perec no tiene nada que ver con todo eso y sin embargo sus anotaciones (no las pienso tan minuciosas, Perec es un tramposo) se parecen extrañamente, o quizás sea esa capacidad para dejarse impresionar por esas pequeñas cosas de lo cotidiano, aunque tampoco, porque no basta con escribir que pasa el 63 y luego pasa el 96 para que uno se sienta conmovido, como me siento cuando leo lo que él escribe, claro, sabe decir que pasa el 63 y luego el 96 pero en un momento determinado las palomas tienen una mirada fija y las personas que las miran también. Entonces sí tiene sentido que volvamos a esos buses que no dejan de pasar, cargados de sus japoneses fotófagos, los intervalos, las observaciones irrepetibles. El mundo que nos va dejando. La página contagiada de ese mundo ordinario y sus intervalos.

Qué pena no recordar mi sueño. Sé que desperté y me sentí contenta después de mucho tiempo. Y después almorcé, vi una de esas serie antiguas, de Alfred Hitchcock, un episodio en blanco y negro sobre algo que ya no recuerdo, una impostación o un intento más de crimen perfecto, no sé, y volví a quedarme dormida, dormí dos o tres horas y lo único que sé es que probablemente bajo el influjo de Perec seguí teniendo sueños invernales, mientras en Santiago caía una lluvia suave, fresca.

El efecto narcótico de mi lectura ya pasó. He sentido de pronto mucha nostalgia de una amiga que está en París y que por cierto es la persona que conozco que más sabe de Perec. Y he sentido, por supuesto, otras nostalgias. Me doy vueltas por la casa, hago infinitas tareas, pero no me decido a salir. Abro el computador. Espero sin ilusión que algo ocurra, es como la rutina de esperar. Pienso que soy demasiado ambiciosa, porque hoy, flanqueada por palomas, me ha ocurrido algo realmente extraordinario.