sábado, 1 de agosto de 2009

Tándem



La Ciudad de México se hunde y eso se nota en las grandes construcciones coloniales, en las catedrales y templos con vocación de altura que, más o menos arruinados, restaurados y maquillados, se sostienen y contorsionan hacia la caída final, entre letreros luminosos que cuentan días y horas para el Bicentenario mexicano y grupos de bailarines que no sé si inspirados en los rituales o más bien en algo parecido al axé, queman incienso en sus esquinas semihundidas. En fin, Borges decía que los muertos toman cierto aire a cachivache. Aquellas iglesias y edificios mexicanos tenían algo de monstruoso y apelotonado (como cierta lámina, muy temida, de Rorschach) en su inclinación.

Casualmente, o quizás no, fue en México que leí Acqua alta, de Pablo Torche. Una novela ambientada, en principio, en aquella otra ciudad destinada al hundimiento, Venecia. Entonces, sentada o acostada en una ciudad semihundida, me dediqué a pasar las páginas de una novela sobre otra ciudad semihundida, pensando si esa condición decía algo sobre las ciudades, si serían ciudades destinadas al fracaso, si serían ciudades más decadentes que otras o más disponibles para la literatura, si habría algo en ellas que las hiciera mejores para el erotismo, si sus largas historias civilizatorias hablaban de un modo inusual de la barbarie. Y otras cosas por el estilo.

Sin haber leído nada aún, me gustó el título, acqua alta, no solo por su sonoridad, sino porque se adivinaba que invitaría a una semiosis desenfrenada, quizás tan abigarrada como las escenas en que diversos narradores, nada confiables, colocan a Pablo y Chiara, los protagonistas de la novela (o más bien autoficción, en que Pablo Torche -capítulo 15- cuenta su verdadera historia) en muy diversas posiciones sexuales y existenciales. Ya he visto algunas interpretaciones para el título que alude a las inundaciones crónicas de Venecia (una muy bella: cómo bajo el agua los grises edificios adquieren un carácter fantástico); este desborde también puede ser interpretado por los desbordes pasionales de sus personajes y los pozos textuales que deliberadamente acumula el autor a lo largo de todo el relato. Y este último punto me importa particularmente. Decir algo sobre el libro es difícil precisamente porque todo en él contribuye a la repetición de ciertos tópicos, subrayados por el autor y sus editores. Es por eso que me resisto a mencionar los muchos autores citados en sus páginas, y también porque atendiendo a los guiños que atraviesan la novela, no me atrevería a afirmar que son todos los que figuran, con nombre, apellido y títulos, entre las páginas 205 y 208. La paradoja del mentiroso es la paradoja del narrador[1].

Me pregunto por qué incluso en la contratapa del libro la insistencia en el palimpsesto, como si fuera el gran valor de la novela -que también me habla, afortunadamente, de ciudades, personajes y literaturas inundadas, anegadas, estragadas, y de ese tramado espeso que es el deseo o el amor o las dos cosas, con Dios o sin dios- por qué la insistencia, digo, que puede amenazar al texto, como lo prueba la esquemática crítica de José Promis en El Mercurio, que debiera, por último, negarse a repetir lo que el autor manda, pero que finalmente va pedaleando detrás de un juego que no lo es todo, porque nunca lo fue todo, ni siquiera para el Oulipo: la constricción, el desafío, el rompecabezas forma parte del proceso creativo y es en sí mismo un elemento estético, pero su resultado, ah, su resultado lo es también, y basta con leer ese libro demasiado mencionado pero poco leído de Queneau, Ejercicios de estilo, para darse cuenta de eso. Como también, leyendo a Queneau, darse cuenta de que la anécdota de Ejercicios de estilo, ésa sí que es realmente mínima y, a diferencia de la que inventa Torche (Pablo viaja a Venecia donde se encuentra con Chiara; una fuerte lluvia que inunda la ciudad acompaña las decisiones e indecisiones amorosas de ambos) permanece, pese a las dificultades, absolutamente intacta. Los libros de Queneau y Torche (sesenta años después) coinciden en que entre las modulaciones formales, algunas resultan espléndidamente poéticas (y en el caso de Torche, suficientemente irónicas). Pero los Pablos y Chiaras de Acqua alta –y éste es un hermoso riesgo que asume el autor- son de por sí seres proteicos, sobre todo las mujeres, sucesivas y temibles melusinas, nadjas, beatrices (dantescas y borgeanas) que en casi todas sus apariciones conforman un discurso humorístico, pienso que muy inteligente, sobre el eterno femenino, la virgen y la puta, pero también, de manera más solapada, sobre los propios discursos masculinos que la rondan.

Asimismo, es Venecia el escenario libresco que Torche escoge para sus variaciones, pero me parece que hay algo más que la parodia que Venecia inevitablemente atrae y provoca: esta Venecia, en la mayoría de los capítulos, es narrada por un atormentado narrador chileno (de la postdictadura). Con palabras que van de la exquisitez a lo ordinario citadino, con yuxtaposiciones que, localizando las reflexiones y conflictos de su protagonista, resultan, también (a ratos) vastamente universales.

Torche huele bien las palabras de los otros, sus lugares comunes, los amaneramientos de estilo, y al leerlos, de algún modo también los enseña y descubre a sus lectores (que pienso son un puñado más que los estudiantes del primer año de literatura fantaseado por Promis). Entre esas expresiones que captura hay una que me gusta mucho, tomada, supongo, de uno de los autores citados que a estas alturas era inevitable descubrir (cuando leí el tercer capítulo medio me reí y por otra parte, claro, me sentí indignada): la palabra tándem. Nadie la usa con más gracia que ese autor innombrable sobre el que también pensé en México, y en esta novela aparece también con gracia y me pareció que refiere muchos de los eventos narrados e incluso eventos que no son narrados en la novela, sino que son posteriores, o ajenos a ella pero de algún modo resonantes, como esto de las dos ciudades semihundidas en un tándem geográfico inexplicable, que las ha puesto una junto a la otra por obra y magia de una lectura de hotel, mellizas, arruinadas en una secuencia que supongo es una secuencia cósmica de ciudades y reinos caídos; o el tándem literario, que refiere al ejercicio de escritura y todos los ejercicios de lectura contributivos, en abismo, que repiten con otras palabras la palabra del autor; o el gran tándem sexual que es toda la novela y que, si bien a ratos pudo agobiarme (como me agobió, hace muchos años, por poner un ejemplo, El imperio de los sentidos), alcanza momentos bellos, como también de gran inteligencia y sobre todo, lo que más agradezco, de ironía y humor.


[1] (Según me contaron también en México, Machado de Assis, sabiendo que vivía en un país poco alfabetizado pero con una élite muy ufana de sus lecturas, gozaba intercalando citas de textos franceses, poniendo palabras de un personaje en labios de otro, reemplazando a su antojo obras y autores… Es por esto que, salvo aquellas citas que constaté –irónicas, aunque en uno de sus capítulos, muy por debajo, en su parodia, del autor original a quien no diré que venero, pero casi- no puedo decir nada de los otros autores y estilos citados en el capítulo 14, construido sobre fragmentos o esquirlas de párrafos, parrafadas algunas, salvo que lea textos que jamás alcanzaré, creo, a leer).