jueves, 9 de abril de 2009

Descubrir Zama


Desde luego, llegué a Zama (¡1956!) a través de "Sensini" y, por cierto, de las recomendaciones de otros que siguieron, supongo, un mismo itinerario, uno de los muchos que dejó trazados antes de morir nuestra querida bestia de lectura, Roberto Bolaño. Pero, a pesar de todo mi cariño, que es bastante, o por lo menos más que suficiente, hubiese preferido que el libro se me presentara de otra manera, haberlo encontrado por mí misma en una librería de viejo en una de sus primeras ediciones o bien, hallarlo por una breve referencia en un texto sesudo y ajeno, como si se tratara del suspiro de un autor desgraciado.

No fue así: primero leí "Sensini" y quise al alter ego de Antonio di Benedetto, tanto como quise al narrador de esa historia sobre un encuentro y una ausencia (o esa es, por lo menos, una versión abreviadísima del cuento de Bolaño).

¿Y qué descubrí en Zama, qué pretendo anunciar? Las tres partes de una historia sobre la espera, fechadas en 1790, 1794 y 1799, tres años de la vida de don Diego de Zama, asesor jurídico de la corona estancado en Paraguay, en permanente trance de trasladarse a metrópolis que resulten más idóneas para su familia, alejada de él por kilómetros de soledad y barbarie. Las tres partes han sido tramadas en una extraña sintaxis, que no pretende emular las formas de expresión dieciochescas, pero que tampoco es la forma barroca del primer Borges a comienzos del siglo XX, ni menos una forma paródica cualquiera. Una expresión que es milagrosa, supongo, milagro de contemporaneidad y extemporaneidad al mismo tiempo.

Don Diego no es español, sino americano, y está siempre situado en un lugar ambiguo, los lugares de la espera, los lugares alucinantes de algo que parece no formado, de algo que parece formarse y arrasarlo todo. Aquella incesante creación imaginaria de América, no por más reiterada menos punzante, menos hipnótica.
La novela invoca formas demasiado conocidas: el asedio galante a una mujer pura o que pretende esa pureza, los fantasmas y demonios femeninos que agobian al narrador en una casa destartalada, el lance épico. Pero aquí todas esas formas demasiado conocidas tienen el valor de la insinuación, de la ironía, de la extrañeza. Cercanos a los horizontes de Buzatti, los paisajes que atraviesa don Diego en la última parte de la novela conmueven y aterran; el relato, cargado de poesía, anuncia la búsqueda de un bandido pero se convierte en el peregrinaje de Zama, el peregrinaje que define su espera inútil y kafkiana. Hay momentos bellísimos, tanto que sólo queda dejar a un lado el libro y pensarlos, pensar tanto en los indios ciegos con que se cruza el grupo de soldados (un desfile de indios ciegos a través de ese vasto y eléctrico paisaje, guiados por sus niños de ojos bien abiertos) como en los encuentros de Zama, el capitán del grupo y el perseguido, en triangulación imperfecta.

Ojalá me hubiese encontrado Zama en una habitación a oscuras. Palpándolo.

2 comentarios:

  1. Tu comentario es... petrificante.
    Pensé, primero, decir: sí, es muy agradable (creo que eso bastaría, para muchos).
    Luego pensé, buenamente y por hacer las tareas, escribir alguna cosa sobre la recepción que ha tenido la novela, pero sobre ese tema seguramente tú sabrás más que yo.
    Después (y esto ha sido lo más paralizador) me he puesto a pensar qué libro me parecería desagradable que se volviera a leer. Vacilo sobre esa última posibilidad: ¿demasiados unos pocos, absolutamente ninguno?
    Ya escribiré la lista... ¡hay que empezar por distinguir los que ya nadie lee!

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