sábado, 11 de julio de 2009

Tanatografía



"Me tumbé para dormir y soñar con mi madre... pues sabía que eso era lo que haría, sabía que me forzaría a hacerlo, lo necesitaba. Ella bajaba por las
escaleras sin descanso, una y otra vez, sólo visibles sus talones y el borde de su vestido blanco; abajo, abajo, una y otra vez. Pasé la noche entera observándola en mi sueño. No veía su rostro. No me sentía decepcionada. Me hubiera encantado ver su rostro, pero eso había dejado de ser un anhelo que me produjera ansiedad. Ella cantaba una canción, pero no había palabras en ella; no era una canción de cuna, no era sentimental, no pretendía tranquilizarme cuando la hostilidad y rudeza de la vida agitaban mi alma; solo era una canción, pero el sonido de su voz era como un pequeño tesoro en un cofre abandonado, un tesoro que en lugar de estupefacción inspira alegría y eterno placer.

Dormí toda la noche, y mientras dormía vi sus pies bajando la escalera, peldaño tras peldaño, sin llegar a ver nunca su rostro, oyendo cómo su voz
entonaba aquella canción, a veces limitándose a tararearla, otras a pleno pulmón. Todavía hoy sigue apareciendo en mis sueños, aunque ya no canta ni emite ningún tipo de sonido... ahora vuelve a ser como al principio, sólo su imagen bajando una escalera, dejando ver únicamente sus talones y la orla blanca del vestido sobre ellos".

Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre


Hace años cerré un libro que me estaba pareciendo increíble, por una frase. Era un libro de Virginia Woolf, no diré cuál. Pero me detuve en una línea, algo sobre una telaraña en una esquina. Tengo por ahí la frase y si la releo ya no me parece lo que entonces y es una pena, porque supongo que perdí esa acumulación de memorias y sensaciones que me hicieron sentir que leía algo muy, muy bello (tanto que, por no poder "detener el momento", me conformé con dejar el libro inconcluso para siempre). Supongo que sentí rabia o envidia, no sé. Por lo mismo, reabrir el libro en esa misma página debiera haber sido un ejercicio consolador, pero no fue así. Supongo que es preferible sufrir lo intolerablemente bello. Y supongo que eso es así porque esa belleza tiene que ver, aunque sea lejanamente, con uno mismo.
Ahora leo Autobiografía de mi madre. Es injusto, quizás, sesgar tanto la lectura de un texto donde se abordan diversos temas (la autora nació en Barbados y su trabajo es leído como manifiesto, documento o testimonio, ya sea de la condición colonial, ya de la subordinación racial y lingüística). Pero como en la lectura de aquel otro libro, me emocionó la representación de la mirada infantil, su lucidez, la forma (si hay forma) de encajar una ausencia.
Ya el primer párrafo del libro desmiente todo lo que uno pudiera anticipar por su título: "Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre yo y la eternidad; a mi espalda soplaba siempre un viento negro y desolado". La autobiografía se convierte, de este modo, en un relato a la intemperie, sobre la pérdida, una pérdida. Y es, cabalmente, un libro doloroso y sensitivo.
La frase que me sorprendió (porque claramente hay una y si no, no hubiese mencionado mis desvelos con la Woolf) tenía que ver con la distancia entre lo que uno anhela conocer, y el tiempo del que disponemos para hacerlo, o, más bien, sobre la inconmensurabilidad de esa distancia incluso cuando hay tiempo. Ver el rostro de la madre es algo imposible en los sueños de la narradora y quizás sea lo único que realmente desea en el mundo.
Escribí por ahí que me gustan los diarios y que el penúltimo que escribí lo dirigí a mi hija. Pensaba, evidentemente, que lo hacía por ella, con cierto afán libresco porque había leído, en Habla, memoria, de Nabokov, sobre el vértigo de su protagonista al descubrir imágenes de sus padres, anteriores a su nacimiento. El vértigo de no ser, de no estar, de imaginarse ese increíble abismo de nada. Pero era algo más que el afán libresco, y algo menos, lo que impulsó ese diario, una razón más egoísta. No era su nacimiento sino mi muerte, lo que me hizo escribir. Pensar que alguna vez, quizás, ella necesitara ver mi rostro por primera vez. O recordarlo.
Y escribo esto, y leo Autobiografía de mi madre, ese libro de una autora de habla inglesa decididamente interesada en las historias de madres e hijas, en un momento de inflexiones, de viajes, de cambios. Efectivamente, a ratos siento ese viento negro y desolado en mi espalda y sin embargo hay sonrisas y palabras, hay amores, y hay libros, muchos libros separándome de la eternidad. Incluso está la hija que esperé y que ya reconoció mi rostro y le dio un nombre. Pero todavía puede olvidarlo.