jueves, 9 de abril de 2009

Diarios y palomas


(28 de febrero)
"En un banco a pleno sol, en el medio de las palomas"
(Georges Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino)


Es raro, estoy leyendo a dos escritores que observan a las palomas o que al menos se acuerdan de escribir que han observado algo en ellas. Quizás sea que me puse precisamente aquí, entre estos dos, Perec y Levrero, que he tenido todo el día ataques de sueño y sueños extraños. A ratos, sueños benéficos, extrañamente benéficos.

¿Por qué todos los que comentan La novela luminosa de Levrero repiten lo mismo? La famosa estructura, el diario de la beca, la novela inconclusa… Difieren sobre el tono de ambos. Algunos ven que se parecen, otros, que no se parecen nada. Yo creo que el tono es distinto. El diario es mucho, mucho más sombrío. Y la novela es una novela, ¿no? Pero el diario también es una novela, de eso estoy segura y quizás mucho más novela que el texto que Levrero deja inconcluso. Sigo ambos muy intrigada. La(s) novela(s) avanza(n). Esas letras que designan a las mujeres (amadas y/o apenas entrevistas), los muebles que no termina de colocar en su sitio, la imposibilidad de contar o más bien la dilación del contar, todo eso se distribuye en porciones y aparece Levrero, aéreo y subterráneo, topo, paloma.

Quizás pienso así porque he tenido esos sueños.
Hoy leía Tentativa echada en un sillón. Un sillón color berenjena. Al lado, mi hija comía su plato de verduras y carne muy picadas. Y el día se ponía cada vez más invernal. Lluvia. Con el libro en mis manos sentí un enorme bienestar y leí todo muy rápido. Los breves enunciados de Perec me transportaron a una plaza madrileña en que una vez, con 27 años y nada que hacer porque tenía efectivamente todo el futuro por delante y a mí misma totalmente a mi disposición, me puse a leer. Recordé el frío. Cierta luminosidad, la luminosidad del invierno y luego la caída de la tarde (en Tentativa me detuve mucho rato en la hora de las seis menos cinco minutos, cuando comienzan a encenderse las farolas) y aunque la suma de todos esos recuerdos pudiera ser melancólica, algo triste, me quedé dormida y tuve un sueño donde sentía mucho, mucho placer y algo tenía que ver con el invierno, con las palomas en una plaza nublada, y siento mucho no recordar nada de ese sueño que fue lo mejor que me ha ocurrido en varios días. Me quedé dormida en el sillón, de costado, con la cabeza apoyada en el brazo, y cuando abrí los ojos fue porque mi hija había terminado de comer hacía rato y venía a mí, limpia, recién cambiada, con su olor tan característico, y su sonrisa un poco burlona, llamándome.

Así son los diarios. Pero el de Levrero es, por supuesto, mucho más que esto y me extraña que nadie lo diga. El extraño poder narrativo de Levrero, que convoca algo más que una cotidianidad preñada de neurosis y que, por cierto, no pretende ser una summa iluminada. Es por esto que quedarse en el comentario de su estructura (el diario de la beca, la novela incierta) es concederle muy poco.



Como lectora, espero siempre el segmento de la paloma muerta. Pienso que cada vez que observa y escribe sobre esa paloma algo nuevo ha ocurrido en su cabeza, en su corazón. Algo nuevo se ha quebrado y ha generado ondas que modifican el pequeño espacio en que él se mueve obsesivamente, batallando obsesivamente también con sus obsesiones. Lo que es arriba es abajo, lo que está afuera está adentro, él cree bastante en eso, en esas formas de la magia, en las extrañas analogías. Perec no tiene nada que ver con todo eso y sin embargo sus anotaciones (no las pienso tan minuciosas, Perec es un tramposo) se parecen extrañamente, o quizás sea esa capacidad para dejarse impresionar por esas pequeñas cosas de lo cotidiano, aunque tampoco, porque no basta con escribir que pasa el 63 y luego pasa el 96 para que uno se sienta conmovido, como me siento cuando leo lo que él escribe, claro, sabe decir que pasa el 63 y luego el 96 pero en un momento determinado las palomas tienen una mirada fija y las personas que las miran también. Entonces sí tiene sentido que volvamos a esos buses que no dejan de pasar, cargados de sus japoneses fotófagos, los intervalos, las observaciones irrepetibles. El mundo que nos va dejando. La página contagiada de ese mundo ordinario y sus intervalos.

Qué pena no recordar mi sueño. Sé que desperté y me sentí contenta después de mucho tiempo. Y después almorcé, vi una de esas serie antiguas, de Alfred Hitchcock, un episodio en blanco y negro sobre algo que ya no recuerdo, una impostación o un intento más de crimen perfecto, no sé, y volví a quedarme dormida, dormí dos o tres horas y lo único que sé es que probablemente bajo el influjo de Perec seguí teniendo sueños invernales, mientras en Santiago caía una lluvia suave, fresca.

El efecto narcótico de mi lectura ya pasó. He sentido de pronto mucha nostalgia de una amiga que está en París y que por cierto es la persona que conozco que más sabe de Perec. Y he sentido, por supuesto, otras nostalgias. Me doy vueltas por la casa, hago infinitas tareas, pero no me decido a salir. Abro el computador. Espero sin ilusión que algo ocurra, es como la rutina de esperar. Pienso que soy demasiado ambiciosa, porque hoy, flanqueada por palomas, me ha ocurrido algo realmente extraordinario.

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