jueves, 16 de diciembre de 2010

REGALAR




Y pienso en los regalos. De niña esperaba libros. Alguien, cuando yo era muy chica, me debe haber regalado lo que recuerdo como mi primer libro: Cien nuevos cuentos. Sus páginas no se acababan jamás. No sé quién me lo habrá dado, aunque es probable que lo haya heredado de mis hermanos. Ellos, mis hermanos, me regalaron Papaíto piernas largas cuando tenía unos ocho años. Los amé. Contentos, repitieron al año siguiente… con Juvenilia, de Miguel Cané, y con las Fábulas de Iriarte. Los amé menos. No dije nada, creo, pero el silencio en mí es algo malo. Muy malo. Los libros quedaron a la mitad y al año siguiente prefirieron regalarme una casa de muñecas en miniatura, creo. O quizás me regalaron la casita de muñecas antes, y después del fiasco de los libros me regalaron otra cosa. No recuerdo. Pero desde entonces me ha quedado la obsesión con el libro que me regalan y con el libro que regalo. Apenas resisto las decepciones. Aunque debo decir que, en general, tengo la suerte de estar rodeada de personas cuidadosas con los libros. Para mi cumpleaños recibí varios, todos muy buenos. Aun así, no dejo de tener miedo de la decepción. Y de sacar cuentas. ¿Habré regalado centenares de libros? ¿Se habrán decepcionado con los libros que regalé? ¿Me habrán regalado centenares de libros? ¿Cuántos, cuáles me hicieron realmente feliz?

Cuáles: el tema del libro exacto. El libro exacto existe, lo he recibido. Pocas veces, las suficientes para sentirme contenta. Pero incluso mejor que recibirlo es regalarlo. Sin duda no hay nada como regalar el libro exacto y ver la cara de esa persona querida. Mejor incluso si el libro exacto es tu libro, lo tomas de tu biblioteca y lo regalas en el acto. El otro te mira entonces perplejo y emocionado. Ese es un momento hermoso.

Si a mí me regalan el libro exacto lo siento como un milagro: de pronto te han cubierto con la mirada y puedes sentirte tranquilo, el libro exacto es una especie de demostración ontológica. Existes. Eres. Te sientes tan agradecido y no tiene nada que ver con otros regalos, regalos que pueden parecer mucho mejores. El del libro exacto dice tanto de la relación con el otro, de los escorzos, de atisbos de sensibilidad. Pero a veces esos atisbos, esa sensación de tranquilidad y encuentro puede ser una mentira triste: ha habido personas que me han regalado libros muy exactos, pero no me amaban; puede que incluso ni supieran que yo existía. La excelente elección, entonces, no era una demostración ontológica, sino una demostración de fuerza, de pulso literario, y el gesto no revelaba más que la habilidad de estas personas para escoger los libros. Eso era todo.

Y se me ocurren más decepciones, como por ejemplo haber regalado esos libros que eran importantes para mí, pensando que iban a ser igualmente importantes para otro (lo que revela en realidad el propio egoísmo o la incapacidad para escuchar o ver ese libro que no es el de uno, que no es uno). O la peor de todas: regalar libros importantes a personas equivocadas. Me ha ocurrido y por momentos piensas que estuviste loco, porque donde veías a alguien (la persona que merecía ese libro) había apenas algo más que un animal. Apenas.

Cosas que pasan con los libros. Y con los regalos. Y con las personas a las que creemos conocer.

La contracara de la pena –o quizás no pena: dejémoslo en disgusto- la encuentro en los momentos en que aciertas. Probablemente no hubo mejores libros que los que le regalé a mi amiga Claudia, que llega ahora Chile. A mi amiga Claudia no la veo todo el año; quizás si por esa distancia, creo que apenas se da cuenta de que ella, para mí, es particularmente importante. Ella es real (¡mucho!), pero al mismo tiempo es un personaje que he venido creando, queriendo, mimando en mi imaginario. Ella está en Brasil, yo estoy en Chile, pero siempre siento que estamos las dos en un lugar anónimo, lidiando con nuestras vidas y con los libros regalados, comprados, prestados, y con la enseñanza de los libros y la investigación de los libros. Ella me regaña en el chat. Yo le cuento mi vida como si se tratara de una novela (o novelucha, más bien) y ella me regaña en el chat y se ríe de mí, pero no se da cuenta de que ella también tiene su novela y que su novela, por cierto, es mucho más compleja y sofisticada que la mía. Aunque cree no hacerlo, me cuenta igualmente una novela, en que Perec pudiera estar vivo porque la llama por teléfono (o porque está a punto de hacerlo). En la novela de Claudia, Madame Bovary es un personaje ridículo y sublime a la vez y los sentimientos por los libros que regalamos aparecen, seguramente, como pensamientos ociosos sin ningún sentido.

Me ningunea, mi amiga Claudia, pero me ningunea con cariño y con conocimiento de causa literaria. A ella le regalé, poco después de conocernos, un libro de la Kristeva. Una semana después nos encontrábamos y me comentaba que la Kristeva era lo peor, porque había escrito lo que pensaba escribir ella. Me dio risa y me causó admiración: qué ganas de poder decir esas cosas, qué ganas de ser amiga de alguien tan desfachatado. Y lo fui. En todo caso, no era ese libro el que me hizo pensar en Claudia. Ni siquiera fue un libro regalado el que gatilló el recuerdo: fue un libro apenas prestado. Le presté Las cosas, el mejor préstamo que hice en mi vida, porque de ahí salió una tesis doctoral pero también algo mucho más poético que eso: una maravillosa lectora de Perec, que luego me enseñó muchas cosas. Y una amistad que ya dura 15 años. Nada más gratificante: el retorno, el cariño, el sentimiento de orgullo por haber construido algo tan hermoso, en gran medida a través de los libros.

Recuerdo otros libros que regalé. Pasos hacia una ecología de la mente, a la persona más filosófica que conocí en mi vida y que supo relacionar –algo misterioso para mí- la escuela de Palo Alto con la filosofía de Spinoza y Deleuze. Recuerdo que me sentí feliz cuando me dijo todas esas ideas inalcanzables. Fue antes de que naciera nuestra hija, tiempos de belleza singular, irrecuperable.

También recuerdo haberle regalado, con fortuna, muchas novelas a mi amiga Marcela, pero sobre todo me acuerdo del día en que le regalé un libro que creo era azul: Cuando era feliz e indocumentado. Pienso que estábamos todavía en el colegio; ella amaba a García Márquez (de hecho, muchos años después le puso Esteban a su primer hijo) y me miró con alegría adolescente. Hasta hoy somos las mejores amigas. A la Toña, otra amiga querida, le regalé El lector y Una novelita lumpen con intención de leer las dos novelas, sin haberlas leído... presintiéndolas. La segunda se la pedí prestada para salir de la duda y la tengo todavía en mi poder, con mi propia dedicatoria. Le agradezco a la Toña porque sé que a ella también le gustó y no me reclama por el largo cautiverio.

Recuerdo, también, los momentos un poco borrosos ya, en los cumpleaños o las navidades, cuando mi primo abría con nerviosismo los paquetes correspondientes a cada una de sus múltiples y caprichosas etapas: japonesa, española, houllebequiana. Y recuerdo haber regalado con cariño e inocencia, hace más años aún, unos libros de Kavafis y de Kazantzakis, y que en ese momento poder regalarlos fue algo que me hizo muy, muy feliz.

Recuerdo libros de cocina (ninguna banalidad, me gustan mucho y creo que se los regalé a las personas indicadas). Recuerdo libros de niño. Recuerdo libros pequeños poco conocidos. Y libros gordos y muy caros. Sí, recuerdo mi felicidad, regalando libros.

Y es que no espero ya que me regalen el libro exacto (para mi cumpleaños me regalaron, entre muchos muy buenos, un libro de cuentos que lo es y sobre el cual espero escribir pronto). Ahora me interesa sobre todo acertar en los regalos: en que el libro sea el esperado y poder sentir ese toque de alegría del otro. Pero más aún, acertar en las personas: poder regalar el libro exacto al lector exacto.

5 comentarios:

  1. Hola Lorena!
    Soy Rodrigo Nanjarí, no sé si me recuerdas.

    Llegué de casualidad a este blog y me he animado mucho al descubrir que te pertenece.

    Me ha gustado mucho lo que escribes aquí. Ojalá lo sigas llenando de cosas.

    A mi esta navidad no me regalaron ningún libro... pero yo me autoregalé uno. Lo encontré en una librearía, y aunque no ubicaba al autor, me enamoré del título "De repente en lo profundo del bosque". Es un libro de un escritor israelí, Amos Oz.

    En fin. Te mando muchos cariños a ti y tu hija.

    Mucha suerte en la vida y ojalá perdures siempre en la escritura.

    Rodrigo

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  2. ¡Qué bien saber de ti, Rodrigo! ¿Y tus escrituras? ¿Algún blog donde seguirte? ¿Finalmente buscaste taller? Un abrazo grandote y vendrán tiempos mejores... con hartos libros para navidad. Te cuento que a mí tampoco me regalaron ninguno, ¡no sirvió de nada el post! Jeje. Siempre queda el autorregalo, yo me autorregalé tres: La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, El agrio, de Valérie Mréjen, y un poquito antes, Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin.
    ¡Un abrazo!

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  3. Lorena, ¡qué extraño resulta sentirme tan identificada! Yo también leí Papaíto Piernas Largas y sufrí con la historia de Jesusa. Amé Jane Eyre y Mujercitas. Amé los libros con toda mi alma desde muy niña y a la tía que me proveía de ellos. Hasta hoy, voy comprando los libros que me llaman desde las estanterías y leyendo todo lo que encuentro en el camino, bueno, malo o más o menos. Y cada vez me hago la misma promesa: algún día escribiré el mío. Me gusta escribir cuentos, no tengo paciencia ni disciplina para una novela. Tal vez algún día me decida y tome un taller de literatura para ordenar las ideas. Por ahora, fabrico libros o cuadernos para escribir en ellos. Un abrazo, Sandra

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  4. O quizás haya que tomar un taller para desordenar las ideas... jeje.

    Saludos, gracias por tu comentario.

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  5. Qué bueno reencontrarte aquí, Lorena, a ti y a tus reflexiones sobre libros y lectores. También me siento identificada y, más que eso, iluminada por tu voluntad de propiciar el encuentro entre libro y lector. Fuerte abrazo de reencuentro aquí, en la palabra, en tu blog. Tatiana

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