En mayo del año pasado alojé dos noches en el Chelsea Hotel. Fui con una maleta de lona enorme, con ruedas, porque llevaba de regalo una botella que no podía llevar en ningún otro bolso. Quise, además, salir del aeropuerto y llegar a Manhattan en metro, la manera que me pareció más romántica, aunque ahora pienso que pude ser un poco más cómoda. Asmática y nada deportista, no sabía qué hacer con la maleta, con la que no logré cambiar de línea cuando lo necesitaba (imposible subir aquello por las escaleras), por lo que decidí salir a la calle mucho antes de llegar a la 23 y recorrer un largo trecho de la Séptima Avenida, hasta dar con el hotel. Cuando entré y solté el maletón, respiré aliviada, pero también sentí algo de pena. Aunque venía de una situación ridícula y estaba cansada, venía de muchas historias anteriores a mi caminata absurda y me sentí, finalmente, más sola que nunca. Pensé en un cuadro de E. Hopper, de una mujer con una maleta en un cuarto de hotel, una mujer que no se sabe si llega o se va. Adopté esa posición maligna, de encrucijada o de pena, no sé.
Una idea me salvó de mi melancolía: si abría la maleta para cambiarme de ropa, debía cerrarla inmediatamente. Una amiga de una amiga había estado en el Chelsea, y al regresar a su casa se había encontrado una cucaracha. Registré la habitación sin moverme y decidí que eso me podía ocurrir perfectamente a mí. Podía ser melancólica, pero sin distraerme. Había que ser muy meticulosos en NY.
La alfombra era viejísima y había un lavatorio en el dormitorio, como ocurre en las películas europeas. Una chimenea blanca que ahora servía solo de escaparate para cuatro cachivaches decorativos. Una ventana desde la que se divisaba, muy a lo lejos, una especie de domo. Olor a humedad y también olor a humedad en el pasillo, donde estaba el baño compartido. En el baño, mensajitos firmados por los habitantes del hotel: “Hola, por favor dejen el baño cerrado con llave. John y Sally”. Cosas así.
A pesar de que me sentía un poco Barton Fink, en cierto modo también era muy feliz. Salí a caminar sin una idea clara del lugar al que iría, total al día siguiente me encontraría con un amigo que me guiaría. Mientras paseaba, me repetía internamente, supongo que como muchos, “estoy en Nueva York”, del mismo modo en que Emma Bovary murmuraba “tengo un amante”. Como muchos, también, tuve sentimientos encontrados y la ciudad me pareció demasiado vertiginosa y grande para mí. Antes de dormir (puse pestillo a la puerta) pasó por mí una habitual combinación de alegría y miedo, combinación que en algunas personas es frecuente. Me sentía feliz de dormir rodeada de los fantasmas del Chelsea. Y sentía miedo de la realidad.
Todo cambió cuando llegó mi amigo. Fue otro N.Y. Nos reímos mucho. Sacamos fotos en la famosa escalera del hotel, observamos los cuadros, y él, como pintor, me orientó mucho al respecto. Lo que había que amar, lo que había que mamarrachear. En el ascensor topamos con fantasmas vivos, que en justicia debieran haber estado allí en los sesenta. Y salimos a la calle.
Lo recuerdo todo ahora no solo porque lo viví con especial intensidad, sino también porque en estos días leo Eramos unos niños, de Patti Smith, y me da un poco de pena no haber tenido el libro antes. Pienso que querría haber vivido esos días con el libro bajo el brazo, recorriendo los espacios por los que transitó esa generación de músicos, artistas y escritores que se creían chamanes, magos o santos.
En el libro, que es el recuerdo de una relación de amantes y amigos que se desarrolló en gran parte en el Chelsea. Una relación casi de hermanos, la de ella con Robert Mapplethorpe, en la que hay algo muy triste, y es, obviamente, el contraste entre la vitalidad y el desparpajo de ellos y sus amigos y conocidos, todos muy jóvenes, y el hecho de saber que la mayoría murió así: tan joven.
(Salto en el tiempo: sobre esto pensaba ayer, cuando en la radio sonó “Los dinosaurios”, de Charly García. Estaba con una amiga; ella me comentó que una vez alguien, un poeta, había leído esa canción principalmente como una canción sobre la generación de rockeros argentinos de los 80, y no tanto como un tema sobre los desaparecidos de la dictadura. Discusión aparte, pensé en el libro y dije sí, los dinosaurios aquí desaparecieron en su mayoría, devorados por su propia vitalidad. Tenían que desaparecer).
Patti Smith los sobrevivió. Esbozar ideas sobre estas cosas puede parecer tan ridículo como arrastrar una maleta por cuadras y cuadras para una estadía muy corta, pero pienso que quizás ella, delgada y magnética, no solo fue más inteligente que los demás, sino que hubo otra razón que la conservó en salud, algo que ella misma intenta plasmar en el libro: cierto desapego a los acontecimientos, a pesar de la ternura o el amor que sentía por la poesía, por el arte, por su amigo Robert, por la vida de vagabundos, desesperados y artistas que encontró en N.Y. Es difícil de explicar, porque creo que indudablemente se lo tomó todo muy en serio. Pero quizás solo lo hizo como espectadora. O como lectora.
Su libro es un libro crepuscular, como la imagen de Hopper, como mucha de la música y las letras de la propia Smith, como las letras y la música que escribían sus colegas. Leyendo el libro (y a estas alturas supongo que con muchísimo retraso), recojo aquí una canción de Tim Buckley, que resume mejor que todo esto la muerte de Mapplethorpe y el abandono de ella, mi paseo por Nueva York, la mujer sentada en el hotel, los dinosaurios que desaparecieron, el hecho de sentarse a escribir después de muchos meses sobre algo que ocurrió entonces, pero que en realidad también ocurre hoy, libro mediante. Es, de algún modo, como si recién estuviera abandonando el Chelsea:
Tim Buckley, Phantasmagoria in Two