viernes, 18 de marzo de 2011

Negarse


Hoy releí Un hombre que duerme entero, de un tirón. No recordaba esta reescritura breve, intensa, de Bartleby:


"Hace un tiempo, en Nueva York, a algunos centenares de metros de los malecones donde baten las últimas olas del Atlántico, un hombre se dejó morir. Trabajaba como escribiente para un jurista. Escondido tras un biombo, permanecía en su escritorio y nunca se movía. Se alimentaba de galletas de jengibre. Miraba por la ventana un muro de ladrillos ennegrecidos que casi habría podido tocar con la mano. Era inútil perdirle lo que fuese, que releyese un texto o que fuese a correos. Ni las amenazas ni los juegos ejercían poder sobre él. Al final, se quedó casi ciego. Hubo que cazarle. Se instaló en las escaleras del edificio. Entonces lo encerraron, pero se sentó en el patio de la cárcel y se negó a alimentarse".


Ganas, a veces, de haber podido ser ese hombre.

jueves, 10 de febrero de 2011

Los nervios de Dios


Programa para una tarde de lluvia: leer El loco impuro al mismo tiempo que leo Memorias de un enfermo de nervios. Seguro que me acordaré de Leonora Carrington y luego de sus caballos y de los ojos malignos de un doctor español en la España de la Guerra.

Tomaré mucho té, me abrigaré con una manta verde y seguiré leyendo, con toda la lluvia frente a mí.


No suena mal.

sábado, 5 de febrero de 2011

Dinosaurios



En mayo del año pasado alojé dos noches en el Chelsea Hotel. Fui con una maleta de lona enorme, con ruedas, porque llevaba de regalo una botella que no podía llevar en ningún otro bolso. Quise, además, salir del aeropuerto y llegar a Manhattan en metro, la manera que me pareció más romántica, aunque ahora pienso que pude ser un poco más cómoda. Asmática y nada deportista, no sabía qué hacer con la maleta, con la que no logré cambiar de línea cuando lo necesitaba (imposible subir aquello por las escaleras), por lo que decidí salir a la calle mucho antes de llegar a la 23 y recorrer un largo trecho de la Séptima Avenida, hasta dar con el hotel. Cuando entré y solté el maletón, respiré aliviada, pero también sentí algo de pena. Aunque venía de una situación ridícula y estaba cansada, venía de muchas historias anteriores a mi caminata absurda y me sentí, finalmente, más sola que nunca. Pensé en un cuadro de E. Hopper, de una mujer con una maleta en un cuarto de hotel, una mujer que no se sabe si llega o se va. Adopté esa posición maligna, de encrucijada o de pena, no sé.

Una idea me salvó de mi melancolía: si abría la maleta para cambiarme de ropa, debía cerrarla inmediatamente. Una amiga de una amiga había estado en el Chelsea, y al regresar a su casa se había encontrado una cucaracha. Registré la habitación sin moverme y decidí que eso me podía ocurrir perfectamente a mí. Podía ser melancólica, pero sin distraerme. Había que ser muy meticulosos en NY.

La alfombra era viejísima y había un lavatorio en el dormitorio, como ocurre en las películas europeas. Una chimenea blanca que ahora servía solo de escaparate para cuatro cachivaches decorativos. Una ventana desde la que se divisaba, muy a lo lejos, una especie de domo. Olor a humedad y también olor a humedad en el pasillo, donde estaba el baño compartido. En el baño, mensajitos firmados por los habitantes del hotel: “Hola, por favor dejen el baño cerrado con llave. John y Sally”. Cosas así.

A pesar de que me sentía un poco Barton Fink, en cierto modo también era muy feliz. Salí a caminar sin una idea clara del lugar al que iría, total al día siguiente me encontraría con un amigo que me guiaría. Mientras paseaba, me repetía internamente, supongo que como muchos, “estoy en Nueva York”, del mismo modo en que Emma Bovary murmuraba “tengo un amante”. Como muchos, también, tuve sentimientos encontrados y la ciudad me pareció demasiado vertiginosa y grande para mí. Antes de dormir (puse pestillo a la puerta) pasó por mí una habitual combinación de alegría y miedo, combinación que en algunas personas es frecuente. Me sentía feliz de dormir rodeada de los fantasmas del Chelsea. Y sentía miedo de la realidad.

Todo cambió cuando llegó mi amigo. Fue otro N.Y. Nos reímos mucho. Sacamos fotos en la famosa escalera del hotel, observamos los cuadros, y él, como pintor, me orientó mucho al respecto. Lo que había que amar, lo que había que mamarrachear. En el ascensor topamos con fantasmas vivos, que en justicia debieran haber estado allí en los sesenta. Y salimos a la calle.




Lo recuerdo todo ahora no solo porque lo viví con especial intensidad, sino también porque en estos días leo Eramos unos niños, de Patti Smith, y me da un poco de pena no haber tenido el libro antes. Pienso que querría haber vivido esos días con el libro bajo el brazo, recorriendo los espacios por los que transitó esa generación de músicos, artistas y escritores que se creían chamanes, magos o santos.

En el libro, que es el recuerdo de una relación de amantes y amigos que se desarrolló en gran parte en el Chelsea. Una relación casi de hermanos, la de ella con Robert Mapplethorpe, en la que hay algo muy triste, y es, obviamente, el contraste entre la vitalidad y el desparpajo de ellos y sus amigos y conocidos, todos muy jóvenes, y el hecho de saber que la mayoría murió así: tan joven.

(Salto en el tiempo: sobre esto pensaba ayer, cuando en la radio sonó “Los dinosaurios”, de Charly García. Estaba con una amiga; ella me comentó que una vez alguien, un poeta, había leído esa canción principalmente como una canción sobre la generación de rockeros argentinos de los 80, y no tanto como un tema sobre los desaparecidos de la dictadura. Discusión aparte, pensé en el libro y dije sí, los dinosaurios aquí desaparecieron en su mayoría, devorados por su propia vitalidad. Tenían que desaparecer).

Patti Smith los sobrevivió. Esbozar ideas sobre estas cosas puede parecer tan ridículo como arrastrar una maleta por cuadras y cuadras para una estadía muy corta, pero pienso que quizás ella, delgada y magnética, no solo fue más inteligente que los demás, sino que hubo otra razón que la conservó en salud, algo que ella misma intenta plasmar en el libro: cierto desapego a los acontecimientos, a pesar de la ternura o el amor que sentía por la poesía, por el arte, por su amigo Robert, por la vida de vagabundos, desesperados y artistas que encontró en N.Y. Es difícil de explicar, porque creo que indudablemente se lo tomó todo muy en serio. Pero quizás solo lo hizo como espectadora. O como lectora.

Su libro es un libro crepuscular, como la imagen de Hopper, como mucha de la música y las letras de la propia Smith, como las letras y la música que escribían sus colegas. Leyendo el libro (y a estas alturas supongo que con muchísimo retraso), recojo aquí una canción de Tim Buckley, que resume mejor que todo esto la muerte de Mapplethorpe y el abandono de ella, mi paseo por Nueva York, la mujer sentada en el hotel, los dinosaurios que desaparecieron, el hecho de sentarse a escribir después de muchos meses sobre algo que ocurrió entonces, pero que en realidad también ocurre hoy, libro mediante. Es, de algún modo, como si recién estuviera abandonando el Chelsea:
Tim Buckley, Phantasmagoria in Two

martes, 1 de febrero de 2011

Un día de vacaciones


Por lo general me gusta escribir sobre las lecturas, pero no están claras aún. El aroma de lejanía en La infancia de Luis Oyarzún, su obsesión por un anillo (el anverso de la cruz: la falta de cruces), el viscoso mundo objetual de los niños.

Y, curiosamente, un libro que ahora recién empiezo y que habla de otras infancias: Eramos unos niños, de Patti Smith. Ella me llevó hasta esta imagen, de Odilon Redon.

jueves, 6 de enero de 2011

Dos historias breves, dedicadas


Una historia dedicada a Claudia Amigo (por lo de las avestruces flaubertianas):

«Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de
cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».

Y otra historia del mismo y hermoso cuento, dedicada a todos aquellos que se resisten a desaparecer:

«Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron».


("Por las azoteas", Julio Ramón Ribeyro)

martes, 4 de enero de 2011

trabajos de enero


Recuperar los hábitos. Ver películas: muchas. El libro de Ribeyro bajo la cama, el deseo de escribir sobre diálogos subterráneos. Los cuentos, la carrera corta. Samantha Schweblin y los relatos en que Walter Benjamin encarna a su narrador. Los niños y Russell Banks y Stephen King. Más sobre Kafka y sus precursores. Un pasaje de Los detectives salvajes, un cuento de Pío Baroja, una sugerencia de T. S. Eliot sobre los clásicos.


Y también: no estar preparados ni para la belleza ni para la rabia. Los niños y los animales sobre los que debo escribir. Los animales que están por todas partes diciéndonos cómo ser humanos. Escribir algo, no sé bien cómo aún, sobre La niña santa y La rabia: los niños siempre. Los que son valientes y son traicionados. Recuperar los hábitos: enredada con la rabia y el silencio. Una novela gringa en que los niños mueren. Un cuento argentino en que los niños desaparecen. Y el corazón delator que late como el libro de Ribeyro bajo mi cama.

jueves, 16 de diciembre de 2010

REGALAR




Y pienso en los regalos. De niña esperaba libros. Alguien, cuando yo era muy chica, me debe haber regalado lo que recuerdo como mi primer libro: Cien nuevos cuentos. Sus páginas no se acababan jamás. No sé quién me lo habrá dado, aunque es probable que lo haya heredado de mis hermanos. Ellos, mis hermanos, me regalaron Papaíto piernas largas cuando tenía unos ocho años. Los amé. Contentos, repitieron al año siguiente… con Juvenilia, de Miguel Cané, y con las Fábulas de Iriarte. Los amé menos. No dije nada, creo, pero el silencio en mí es algo malo. Muy malo. Los libros quedaron a la mitad y al año siguiente prefirieron regalarme una casa de muñecas en miniatura, creo. O quizás me regalaron la casita de muñecas antes, y después del fiasco de los libros me regalaron otra cosa. No recuerdo. Pero desde entonces me ha quedado la obsesión con el libro que me regalan y con el libro que regalo. Apenas resisto las decepciones. Aunque debo decir que, en general, tengo la suerte de estar rodeada de personas cuidadosas con los libros. Para mi cumpleaños recibí varios, todos muy buenos. Aun así, no dejo de tener miedo de la decepción. Y de sacar cuentas. ¿Habré regalado centenares de libros? ¿Se habrán decepcionado con los libros que regalé? ¿Me habrán regalado centenares de libros? ¿Cuántos, cuáles me hicieron realmente feliz?

Cuáles: el tema del libro exacto. El libro exacto existe, lo he recibido. Pocas veces, las suficientes para sentirme contenta. Pero incluso mejor que recibirlo es regalarlo. Sin duda no hay nada como regalar el libro exacto y ver la cara de esa persona querida. Mejor incluso si el libro exacto es tu libro, lo tomas de tu biblioteca y lo regalas en el acto. El otro te mira entonces perplejo y emocionado. Ese es un momento hermoso.

Si a mí me regalan el libro exacto lo siento como un milagro: de pronto te han cubierto con la mirada y puedes sentirte tranquilo, el libro exacto es una especie de demostración ontológica. Existes. Eres. Te sientes tan agradecido y no tiene nada que ver con otros regalos, regalos que pueden parecer mucho mejores. El del libro exacto dice tanto de la relación con el otro, de los escorzos, de atisbos de sensibilidad. Pero a veces esos atisbos, esa sensación de tranquilidad y encuentro puede ser una mentira triste: ha habido personas que me han regalado libros muy exactos, pero no me amaban; puede que incluso ni supieran que yo existía. La excelente elección, entonces, no era una demostración ontológica, sino una demostración de fuerza, de pulso literario, y el gesto no revelaba más que la habilidad de estas personas para escoger los libros. Eso era todo.

Y se me ocurren más decepciones, como por ejemplo haber regalado esos libros que eran importantes para mí, pensando que iban a ser igualmente importantes para otro (lo que revela en realidad el propio egoísmo o la incapacidad para escuchar o ver ese libro que no es el de uno, que no es uno). O la peor de todas: regalar libros importantes a personas equivocadas. Me ha ocurrido y por momentos piensas que estuviste loco, porque donde veías a alguien (la persona que merecía ese libro) había apenas algo más que un animal. Apenas.

Cosas que pasan con los libros. Y con los regalos. Y con las personas a las que creemos conocer.

La contracara de la pena –o quizás no pena: dejémoslo en disgusto- la encuentro en los momentos en que aciertas. Probablemente no hubo mejores libros que los que le regalé a mi amiga Claudia, que llega ahora Chile. A mi amiga Claudia no la veo todo el año; quizás si por esa distancia, creo que apenas se da cuenta de que ella, para mí, es particularmente importante. Ella es real (¡mucho!), pero al mismo tiempo es un personaje que he venido creando, queriendo, mimando en mi imaginario. Ella está en Brasil, yo estoy en Chile, pero siempre siento que estamos las dos en un lugar anónimo, lidiando con nuestras vidas y con los libros regalados, comprados, prestados, y con la enseñanza de los libros y la investigación de los libros. Ella me regaña en el chat. Yo le cuento mi vida como si se tratara de una novela (o novelucha, más bien) y ella me regaña en el chat y se ríe de mí, pero no se da cuenta de que ella también tiene su novela y que su novela, por cierto, es mucho más compleja y sofisticada que la mía. Aunque cree no hacerlo, me cuenta igualmente una novela, en que Perec pudiera estar vivo porque la llama por teléfono (o porque está a punto de hacerlo). En la novela de Claudia, Madame Bovary es un personaje ridículo y sublime a la vez y los sentimientos por los libros que regalamos aparecen, seguramente, como pensamientos ociosos sin ningún sentido.

Me ningunea, mi amiga Claudia, pero me ningunea con cariño y con conocimiento de causa literaria. A ella le regalé, poco después de conocernos, un libro de la Kristeva. Una semana después nos encontrábamos y me comentaba que la Kristeva era lo peor, porque había escrito lo que pensaba escribir ella. Me dio risa y me causó admiración: qué ganas de poder decir esas cosas, qué ganas de ser amiga de alguien tan desfachatado. Y lo fui. En todo caso, no era ese libro el que me hizo pensar en Claudia. Ni siquiera fue un libro regalado el que gatilló el recuerdo: fue un libro apenas prestado. Le presté Las cosas, el mejor préstamo que hice en mi vida, porque de ahí salió una tesis doctoral pero también algo mucho más poético que eso: una maravillosa lectora de Perec, que luego me enseñó muchas cosas. Y una amistad que ya dura 15 años. Nada más gratificante: el retorno, el cariño, el sentimiento de orgullo por haber construido algo tan hermoso, en gran medida a través de los libros.

Recuerdo otros libros que regalé. Pasos hacia una ecología de la mente, a la persona más filosófica que conocí en mi vida y que supo relacionar –algo misterioso para mí- la escuela de Palo Alto con la filosofía de Spinoza y Deleuze. Recuerdo que me sentí feliz cuando me dijo todas esas ideas inalcanzables. Fue antes de que naciera nuestra hija, tiempos de belleza singular, irrecuperable.

También recuerdo haberle regalado, con fortuna, muchas novelas a mi amiga Marcela, pero sobre todo me acuerdo del día en que le regalé un libro que creo era azul: Cuando era feliz e indocumentado. Pienso que estábamos todavía en el colegio; ella amaba a García Márquez (de hecho, muchos años después le puso Esteban a su primer hijo) y me miró con alegría adolescente. Hasta hoy somos las mejores amigas. A la Toña, otra amiga querida, le regalé El lector y Una novelita lumpen con intención de leer las dos novelas, sin haberlas leído... presintiéndolas. La segunda se la pedí prestada para salir de la duda y la tengo todavía en mi poder, con mi propia dedicatoria. Le agradezco a la Toña porque sé que a ella también le gustó y no me reclama por el largo cautiverio.

Recuerdo, también, los momentos un poco borrosos ya, en los cumpleaños o las navidades, cuando mi primo abría con nerviosismo los paquetes correspondientes a cada una de sus múltiples y caprichosas etapas: japonesa, española, houllebequiana. Y recuerdo haber regalado con cariño e inocencia, hace más años aún, unos libros de Kavafis y de Kazantzakis, y que en ese momento poder regalarlos fue algo que me hizo muy, muy feliz.

Recuerdo libros de cocina (ninguna banalidad, me gustan mucho y creo que se los regalé a las personas indicadas). Recuerdo libros de niño. Recuerdo libros pequeños poco conocidos. Y libros gordos y muy caros. Sí, recuerdo mi felicidad, regalando libros.

Y es que no espero ya que me regalen el libro exacto (para mi cumpleaños me regalaron, entre muchos muy buenos, un libro de cuentos que lo es y sobre el cual espero escribir pronto). Ahora me interesa sobre todo acertar en los regalos: en que el libro sea el esperado y poder sentir ese toque de alegría del otro. Pero más aún, acertar en las personas: poder regalar el libro exacto al lector exacto.