jueves, 6 de mayo de 2010

siempre me entristece la muerte de un autor


Quiero y no quiero. Como los paseantes que se internan en los bosques y no saben si quieren detenerse y esperar o bien continuar su paseo, sabiendo que los bosques ocultan peligros pero también mariposas e incluso, puede ser, algo entre mariposas y peligros, como la casita del cuento de Hansel y Gretel. Quiero y no quiero. Brilla un sol helado. Cierro los ojos en un bus que no sé a dónde me irá a dejar porque desconozco el tráfico de California, quizás me detenga a unas cuadras de Chile, donde quiero y no quiero estar. Tengo varios libros abiertos en las piernas. Quiero y no quiero leerlos. Quiero y no quiero criticarlos y básicamente quiero y no quiero aprender a hacer críticas, porque, ¿quién sabe hacerlas? ¿Quién puede enseñarnos? Internet gira a mi alrededor y quiero y no quiero ser corpórea como en una pesadilla borgeana de juventud. El cuerpo es maleable. El cuerpo y todo y lo demás y por eso quiero y no quiero querer. Quiero ser la sobrina de rodillas raspadas de un poema de Germán Carrasco. No quiero ser la sobrina, quiero ser el tío. Quiero ser la sobrina y el tío o mejor aún, quiero entrar en ese poema y vivir ahí por un tiempo, tanto como ande extraviada en el bus o tanto como me demore en quemar mis grasas o tanto como me obstine en ser madre, hija y esposa, pero viviendo en el poema será más fácil. Oh sí. Y quizás no. Por eso quiero y no quiero. “Lo neutro puede remitir a estados intensos, fuertes, inusitados”, explicaba Roland Barthes en una de sus clases y quiero y no quiero saber en qué estaba pensando. Quiero y no quiero escuchar un documental sobre las deportistas haitianas que no tienen casa. Quiero y no quiero oír las voces del OCTA como quise y no quise leer hasta el fondo más de una novela. Quiero y no quiero volver a leer lo que yo misma he escrito y que también yace abierto, sobre mis piernas, en un computador. Puede estar muerto, ya. Sacudo las piernas. Voy corriendo y saco un fragmento genial de una estantería. Un japonés pobre se hace un harakiri, un japonés que perdió a su hija en el centro de Santiago. Quiero leer pero apenas leo lo demás. Hay una película que nadie ve y me da miedo. Por eso me monto en un bus hacia la playa. La playa es siempre la misma y en ella me paseo de un lado a otro y siempre estoy sola. ¿Por qué? Me paseo de un lado a otro y es siempre la misma playa, aquí, allá, donde sea que me encuentre, la misma playa a la que no llegué. La voz que no oí, los libros abiertos sobre mis piernas y las piernas de otros, una fila de lectores en la playa, leyendo libros que quiero y no quiero leer. Una fila de vociferantes que repasan las páginas. Gritan de un extremo al otro de la playa, gritan sobre la guerra. Alguien me susurra algo: existe la literatura salvadoreña. Quiero y no quiero decirle muchas gracias, ¿será posible? Pero esa persona desaparece. Una comitiva de escritores salvadoreños me acompaña en el OCTA y llevan sus libros sobre sus piernas abiertas. El conductor nos ordena ponernos de pie. El conductor se da vuelta, me ve y me señala por indecente. El conductor me pide que saque el libro abierto sobre mis piernas y que me baje en la próxima esquina, en medio de la nada. Quiero y no quiero proponerle que me lleve hasta el final del recorrido. Quizás regresemos por el mismo lugar. Quizás no, quizás no hay regreso. Quizás es un lugar aún más inhóspito, demasiado lejos de los poemas. Demasiado lejos de Facebook y las páginas abiertas que quiero y no quiero leer. Demasiado lejos de la maternidad. La maternidad que es una boca, no una boca de metro, ni una boca de río. Una boca pequeña, el principio y el final de otro, esa boca, desgarrando el pequeño pezón. Quiero y no quiero ver la verdad. La verdad no quiere verme, definitivamente, y he muerto esperando que se abran las puertas que me recibirán y eso ha sido a causa de mi temor enorme. ¡Cuántas páginas más deberé leer para poder decir algo sobre esto! Baja, mujer, me ordena un nuevo conductor porque el otro ya se ha ido. En la playa un desfile de personajes femeninos amortajados. ¡Hasta cuándo! ¡Abran los libros sobre sus piernas y lean, lean y lean! Ellas plañen. Yo diviso a alguien que viene caminando por la playa pero sé que no llegará jamás. Lo veo hundirse en la arena y salir. Y así, durante horas. Finalmente me hace un gesto con la mano, un gesto inconfundible. El sol, también finalmente, nos derrite a todas, el agua salada nos barre y las palabras saltan de los libros y huyen como ratas.