sábado, 20 de junio de 2009

REGRESAR





La prensa diaria habla de todo menos del día a día. La prensa me aburre, no me enseña nada; lo que cuenta no me concierne, no me interroga y ya no responde a las preguntas que formulo o que querría formular.
Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?


Georges Perec, Lo infraordinario
El proyecto —si se puede hablar de un proyecto sin pensar en algo unívoco, una línea trazada con tinta— de Georges Perec, o lo que él llama “lo que busca”, en Pensar/Clasificar, es asediar cuatro fantasmas: “el mundo que me rodea, mi propia historia, el lenguaje, la ficción”. Lo infraordinario, traducción editada recientemente por Impedimenta (2008), en un agradable formato que rescata “Les petits mètieres de Paris”, es un libro que combina esas búsquedas. Lo leí en una situación extraordinaria para mí, ser terrestre y más bien doméstico (cuyas lecturas acontecen, generalmente, en el muy cerrado ámbito de un dormitorio o incluso, simplemente, una cama): en un avión, durante una noche excepcionalmente larga. En los asientos del frente y a mi lado viajaba una banda de música. En realidad todos alrededor eran jóvenes muchachos de camisetas negras y cada vez que me levanté a dar una vuelta les dejé encargada a mi hija dormida, con un poco de risa de mí misma, porque al principio busqué el rostro amigable y solidario de otra madre aunque es cierto, es tremendamente cierto, que todas las madres son como competidoras en un carrera interminable de saberes secretos, curas milagrosas, recetas de pediatra, y llegué incluso a sentir alivio de que esos heavys me cuidaran a la niña sin decir palabra. Ella no se enteró, no paró de dormir, soñando sus sueños de gatos escondidos bajo interminables hileras de camas. Y así, mientras ella dormía, los heavys hablaban de bandas y el avión retrocedía en el tiempo, yo porfiadamente volvía a Europa, pero en concreto a la Rue Vilin, que no conozco y donde estaba la peluquería de la madre de Perec. En este texto, que abre el libro, utiliza un procedimiento similar al de Tentativa de agotar un lugar parisino, observando aquel barrio a distintas horas, pero también a lo largo de muchos años (1969 - 1975), evidenciando así los movimientos, las personas, los gatos, los letreros, las fisuras, y con ello, delicadamente, sin afirmaciones ni reflexiones, subrepticiamente, el paso del tiempo, el paso de la vida, el olvido, la casa familiar abandonada, la madre que no existe, que dejó de existir durante los años imborrables de la guerra.




Leer a Perec es para mí un alivio, un consuelo, una alegría. En otro viaje, para nada simétrico, un viaje espantoso efectuado tan sólo tres días antes de éste en que voy con mi hija leyendo Lo infraordinario (y asintiendo, sumándome a esta afirmación de lo cotidiano, recordando por ejemplo la tarde de palomas que me dieron el propio Perec y Levrero hace unos meses), digo, en aquel otro viaje, angustioso, me hallaba volando precisamente por encima de las cabezas de los viejos franceses, sobrevolando una tristísima lluvia parisina y huyendo de la pesadilla de pasar por tres aeropuertos distintos en un mismo día, pero sobre todo de una escena algo anterior, una escena traumática que quizás es el centro de todo, pero que no puedo ni quiero contar aquí, me consolé leyendo un texto muy breve, otra traducción de Perec recientemente editada, esta vez por Alpha Decay (2009), ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?, sobre un “tío”, llamado Karamanlis o Karatoro o Karagüevo o Karabum, o Karamelo, o Karatchi o Karaalgo, dice el narrador, un tío que no quiere ir a pelear en aquel horrible y vergonzoso conflicto de Argelia, pero no por razones políticas (aparentemente) sino por amor, porque no desea dejar abandonada a su chica. El cabo furriel Pollak y sus amigos bohemios intentarán ayudarlo, discutiendo estrategias (¿romperle un brazo?), votando, comiendo y emborrachándose. La anécdota es mínima, el final, gracioso, humorístico. Y el libro cuenta además con ese carácter oulipiano de otros textos suyos, pues incorpora un índice de “las flores y ornamentos retóricos y, más exactamente, de las metábolas y parataxis que el autor cree haber encontrado en el texto que acaba de leer”, un índice irónico, a través del cual uno puede hacer hacer laboriosas (e iluminadoras) constataciones de prosopopeyas, apóstrofes y onomatopeyas, pero también reírse con “Necrología, vamos anda”, “Hermosa página”, “Imagen (hermosísima imagen)”o “Epíteto contradictorio”. La lista completa me recordó esa exhibición de músculo de Los detectives salvajes, en la primera parte, la suma de figuras retóricas que enuncia García Madero, que bien pudiera ser un eco de este otro largo listado, también impresionante. Después de las 600 páginas de Las correcciones, literatura desmoralizadoramente detallista (que finalmente leí hasta el final, con muy pocos paréntesis aliviadores) me alegré de esta otra posibilidad, casi aérea, del ejercicio escritural, con su carácter de juego y desafío (que la acerca al prodigioso formato del puzzle), sin que por ello renuncie a los llamados "grandes temas": ese rumor de fondo de la guerra injusta e insoportable, en la historia de un conscripto poco comprometido con el imperialismo francés y rodeado de personajes borisvianianos (recordé todo el tiempo La espuma de los días).
Los viajes son paréntesis de lo cotidiano, aunque ellos mismos están plagados de lugares comunes, como la iniquidad de las personas convertidas en pasajeros luchando por el espacio, el descalabro de objetos que pasan de una mano a otra sin encontrar un buen lugar en los bolsillos o bolsos, o la cortesía inventada de azafatas y azafatos (con su larval violencia). Para mí se va convirtiendo en algo ordinario, habitual, mi propio desamparo en aquellos espacios hechos para el paso rápido y certero, porque soy torpe y lenta, porque me muero de miedo de llegar tarde a todas partes y sobre todo, porque temo realmente quedarme algún día en la mitad de nada y permanecer allí, en esa mitad de nada donde no están mi hija ni Perec ni la posibilidad de volver a algún sitio. Y por eso cuando vuelvo y me encierro a trabajar en mi viejo pasillo, o enciendo la estufa luchando con el mechero, o caliento guatero en mano las camas como antes de mí lo hicieron generaciones de antepasados, o me topo con la vecina y las preguntas de siempre, o paseo por el Forestal observando los siempre idénticos y cambiantes juegos de los niños, me siento una afortunada transeúnte anónima y perequiana. Contenta de haber regresado.