sábado, 23 de mayo de 2009

No me convence


Algo no me convence. No. Paso cincuenta, cien páginas. Voy por las doscientas. Y no me convence y quedan todavía otras quinientas y quizás sea el momento de detenerse, porque volverse atrás no se puede, la lectura sólo puede avanzar o detenerse. Debí saberlo cuando empecé El pasado, con tanto gusto, tan contenta, y debí ser prudente cuando iba en la página 100 y debí ser responsable cuando en no sé qué página las maquinaciones de aquella mujer comenzaron a enfermarme pero más que ella comenzó a enfermarme el otro, el llorón, y un hospital bonaerense donde un niño nace y una dictadora se muere, pero nada, no terminé la novela por así un pelo, todo un fracaso, pero no un fracaso de la novela, no, porque esto suelo asumirlo como un fracaso propio, y mientras el libro engorda y devora lectores, yo caigo, qué me dicen, en el marasmo.

Lo de El pasado, hay que reconocerlo, fue duro, sobre todo por la cantidad de frases que alcancé a subrayar y repetirme solemnemente. Pero se trató de algo esporádico, inesperado, porque aquello es literatura argentina y la literatura argentina suelo seguirla hasta el final. Y afortunadamente no por un a priori geográfico, eso siempre trato de saltármelo. Las cosas se han dado así.

Pero lo de ahora. Ahora hablamos de palabras mayores y de un problema vital, cerca de 800 páginas pero no sólo eso, sino que 800 páginas de decadencia familiar, de pequeñas intrigas y largas descripciones, de nombres de compañías y menús del medio oeste americano, de dineros ganados, prestados y perdidos, de coordenadas geográficas y académicas, de observadísimos detalles, de enfermedades terminales y nerviosas, de acciones de gracias, navidades, paseos por Manhattan y de fracasos, muchos fracasos. Y me digo: no sirvo para esto. Me veo a mí misma con el libro entre las manos abiertas, extendidas, queriendo recortarlo, clamando a gritos por una comparación menos, descompensada por este narrador bulliciosamente informado, pero sobre todo perpleja por ese mundo, por la novela tan cacareada, por ese mapeo extremadamente preciso del éxito y el desasosiego.

jueves, 21 de mayo de 2009

Talleres literarios: el modelo autobiográfico


Todos los talleristas escriben pero tienen problemas para hacerlo.

Todos los talleristas se disculparon por algo cuando se presentaron a los demás.

Todos los talleristas se encuentran algo agobiados.

Todos los talleristas creen de alguna forma que la escritura cura.

Todos los talleristas han leído y respetan el trabajo del creador del taller.

Todos los talleristas tienen problemas con alguno de sus progenitores.

Todos los talleristas sienten que las relaciones de pareja son aún más conflictivas que los problemas con sus progenitores.

Algunos talleristas tienen claro lo que escribirán para la próxima sesión.

Algunos talleristas no tienen nada claro lo que escribirán para la próxima sesión.

Varios talleristas le solicitaron al creador del taller que les recomiende lecturas.

Algunos talleristas le solicitaron al creador del taller que por favor no les recomiende Las correcciones o Las partículas elementales. Es más de lo que pueden soportar en este momento de sus vidas.

Varios talleristas anotaron la recomendación del creador del taller: “vean las aventuras de Chad Vader en Youtube”. Entre los que anotan el dato estoy yo.

Algunos talleristas nos preguntamos si esa parodia de Chad nos ayudará a entender nuestra relación con los padres y quizás, tal vez, con nuestras parejas.

Algunos talleristas pensamos que humor y dolor van de la mano, se nota en las miradas que cruzamos de vez en cuando.

Ninguno de los talleristas, además de mí, conoce la obra de Carlos Préndez Saldías. Hablo de él, a propósito de humor, dolor… y amor. O simulacros de amor.

Todos los talleristas concuerdan en que alguien debiera escribir algo sobre ese personaje. No pueden creer que no es un personaje de ficción.

Algunos talleristas hablan sobre personajes que existieron en sus vidas y que parecían personajes de ficción.

Ningún tallerista responde con franqueza a las preguntas que a propósito de estas cuestiones formula el creador del taller.

Un tallerista (no yo) se desploma, histérico, cuando intenta responder a una de estas preguntas demasiado capciosas del creador del taller.

Todos los talleristas lo consuelan, poniendo en ello su más alta humanidad.

Todos los talleristas concuerdan, al salir de la librería donde se realizarán las sesiones, en que el taller será duro pero que ha sido una excelente reunión.

Todos los talleristas conversan fuerte en la calle. Observan el vaho que sale de sus bocas. Sienten frío, pero por dentro un calorcito, como una esperanza.

Algunos talleristas toman sus autos, otros se alejan a pie, uno se va en bicicleta y la calle queda desierta. Hay, como flotando en el aire, una vibración, muy ligera. Esta vibración tensa a los vecinos, que llaman a los carabineros. Los carabineros llegan con ruido e inspeccionan la calle, pero no encuentran nada.

lunes, 4 de mayo de 2009

Seducción y carencia


Estoy leyendo Biografía del hambre, de Amélie Nothomb, hace un tiempo "la mejor escritora de habla francesa menor de 40 años", según Le Figaro... al leer la novela entiendo que la precocidad ha sido para ella un programa o un oficio. Y el cliché de la frase adquiere otro sentido, devastador.
En el texto se narra la relación de una niña con el gozo, el hambre de belleza, la voracidad. Se constata la infinita maquinaria del deseo y la carencia. Lo raro es que esta cadena aquí se hace consciente desde una edad preescolar y eso singulariza la voz anecdótica, divertida, rápida, extrañamente desapegada, pero al mismo tiempo, nostálgica, de la narradora. Ella vive en distintos escenarios: un pueblo en Japón, una ciudad/calabozo china, el asombro continuo de Nueva York. Se desplaza episódicamente con su familia, reclamando el goce, buscándolo en secreto, atiborrándose de licores dulces, de libros, de mapas, de palabras. De la belleza de su madre y de su hermana.
Pero es un momento de la lectura el que me lleva a escribir. La niña, insaciable de amor, le pide a su madre que la quiera. Que la quiera más de lo que la quiere. Que la quiere más de lo que razonablemente puede querer una madre a su hija. La madre le lanza un extraño desafío: "sedúceme". Y ella debe concentrarse en pasar la prueba, la competencia atroz, contra nadie, contra sí misma. Una competencia de ingenio, sensibilidad e inteligencia.
Descubro la continuidad entre esta historia y otras de la misma autora, que me parecieron más potentes, como Antichrista y Estupor y temblores: la necesidad de ser querido, la necesidad de ser valorado, la insoportable necesidad de ser alguien para los otros. La necesidad de ser singularizados, de sostenernos en la sociedad vigente, con su anonimia, su fiebre de consumo y al mismo tiempo, su exaltación de la originalidad (a ser posible, en las formas más espectaculares).
Ningún relato es inocuo, ni cuando es aparentemente casual. Su riqueza consiste en apelar a otros, en tender probables identificaciones. Hay una impronta ética en las historias, un tacto profundo que en este caso ronda esa relación madre e hija, cercana y atroz. Primer vínculo y primera carencia. La voracidad extrema de la narradora de Biografía del hambre es de algún modo la voracidad en estado puro, la voracidad esencial que pugna en todos y que quizás algunos lectores reconozcan, removidos, en la percepción de esta niña de dos, cuatro, ocho años.
Pensarán algunos que ser precoz es fácil y que lo realmente difícil es envejecer cuando se ha sido precoz. Opino que ser precoz y darte cuenta del enorme trecho entre el amor de los otros y el amor que se necesita, ese amor que no siempre es declarado pero que nos mueve como un motor invisible, debe ser algo triste, tristísimo. Y es en la figura de aquella madre que demanda la seducción, que esta constatación resulta más impactante. Cómo no ser voraz. Cómo no luchar contra uno mismo, eternamente poco merecedor de ese amor que la protagonista de pronto descubre etiquetado con un precio, el de su sacrificio y su gloria.