martes, 15 de septiembre de 2009

Circo pobre

“Del ‘Circo Internacional de fieras de los hermanos Carrizo’ sólo quedó un extraño nudo de algas, payasos, artistas y el tongo de hule negro del señor Corales flotando entre los huiros como cabelleras largas en movimiento, en movimiento…”

"Cuando los ataúdes se hacen a la mar", Alfonso Alcalde


Nunca se me olvidó este cuento de Alcalde, en que un modesto circo de fieras toma mal una curva bajando hacia Tomé y ejecuta, en el aire, su última y dilatada función. Los habitantes del pueblo la observan, entre descreídos y extasiados.

Alcalde escribió más de una vez sobre circenses (decía haber trabajado con ellos). Los de esta historia van a parar al cementerio de Tomé, como el propio Alcalde, mirando al mar. Parias, todos. Y por eso me acordé de ellos cuando leí la novela Jueves, publicada por Luis Valenzuela el 2008 (Calabaza del diablo). Porque Betulio, Fresno y Valenzuela, sus protagonistas, también lo son. Y esperan como payasos pobres, con pocos derechos y menos pretensiones, que algo ocurra. No les es dado esperar lo extraordinario (Godot les queda muy grande): lo que ellos esperan es una vaga celebración que les permitirá encontrar una todavía más difusa felicidad. Beben unas cervezas. Miran la tele. Están siempre "ad portas" de algo. Nada extraordinario les acontece porque incluso lo extraordinario (la seducción, el incesto, el homicidio, la estafa) tienen en el relato del parco narrador un tufillo triste. Los personajes viven atrapados en una talla infinitamente fome.





La novela presenta ocho horas de espera: desde las 19:19 hasta las 2:52 de un jueves. Por las descripciones de escena y los diálogos de los protagonistas, se podría asumir su atractivo en cuanto texto dramático. Pero da cabida igualmente a la relación biográfica, un relato de formación un poco insulso, en que el narrador, semihuérfano, sienta a la mesa a la familia de sus tíos, un clan con algo de La matanza de Texas. Entre ellos se encuentra una prima homicida, (la "puta", la "coja") que seduce y repugna al misógino narrador. Si bien el relato de infancia no avanza o avanza poco y me parece uno de los puntos más débiles de la novela (es donde además se instalan las redes de la autoficción, lectura autorizada por la mención, una sola vez, del apellido "Valenzuela"), es a partir de él que se va construyendo la voz monocorde que avanza hasta el final, hasta estar "ad portas" de la nada misma, en la secuencia final de la novela. Esa voz es producto de un trabajo severo y sobre ella se edifica este departamento de 35 metros cuadrados, en que tres parias que no son orilleros, desterrados ni marginales, porque su lugar está bien anclado en un tipo de clase media, despliegan su indolencia, su falta de energía vital, sus horizontes en el loco destello de la tele, en las rutinas del novio de Chile, Pepe Tapia, en las discusiones chovinistas sobre la nacionalidad de Raquel Welch.

A ratos, el grupo deja desahogarse al literato Fresno, pobre de referencias, que "sabe muy poco de literatura", que "huele lo literario a medias y lo vomita" y que, sin embargo, promete algo, no saben bien qué, quizás tan solo la reproducción de los dichos del escritor Fernando Paso, que tanto recuerda al conversador Macedonio y a cuyo funeral acuden los tres amigos soltando su risa payasa.

Si bien las alusiones metatextuales son modestas, deliberadamente torpes, en Jueves se palpan literaturas. En mi lectura, la de Alcalde, aunque la suya sea más generosa con la miseria, dejando que se cuele lo extraordinario; la de Chesterton, en la figura del boliviano Betulio, consagrado al extraño empleo de contar las calles, sus números y sus consumidores y, por otra parte, en cofradías hermanas de El Club de los Negocios Raros, como el aludido Sosemse/SoSeMenS; finalmente, la de Arlt, porque el tránsito de estos amigos por Santiago a ratos pareciera tener un sentido rabioso, santo y oculto. Las referencias y citas, no obstante, celebran los rutinarios parches del espectáculo. Están He Man y Bombo Fica; están Calamaro y las minas ricas de tres amigos triste y esporádicamente excitados.

Jueves es una primera novela curiosa y obstinada; se sostiene en el aburrimiento insoportable, en lo anodino y anecdótico. Y pienso y escribo todo esto un jueves 17 de septiembre en el callado Santiago de Chile, ad portas de la celebración.

sábado, 1 de agosto de 2009

Tándem



La Ciudad de México se hunde y eso se nota en las grandes construcciones coloniales, en las catedrales y templos con vocación de altura que, más o menos arruinados, restaurados y maquillados, se sostienen y contorsionan hacia la caída final, entre letreros luminosos que cuentan días y horas para el Bicentenario mexicano y grupos de bailarines que no sé si inspirados en los rituales o más bien en algo parecido al axé, queman incienso en sus esquinas semihundidas. En fin, Borges decía que los muertos toman cierto aire a cachivache. Aquellas iglesias y edificios mexicanos tenían algo de monstruoso y apelotonado (como cierta lámina, muy temida, de Rorschach) en su inclinación.

Casualmente, o quizás no, fue en México que leí Acqua alta, de Pablo Torche. Una novela ambientada, en principio, en aquella otra ciudad destinada al hundimiento, Venecia. Entonces, sentada o acostada en una ciudad semihundida, me dediqué a pasar las páginas de una novela sobre otra ciudad semihundida, pensando si esa condición decía algo sobre las ciudades, si serían ciudades destinadas al fracaso, si serían ciudades más decadentes que otras o más disponibles para la literatura, si habría algo en ellas que las hiciera mejores para el erotismo, si sus largas historias civilizatorias hablaban de un modo inusual de la barbarie. Y otras cosas por el estilo.

Sin haber leído nada aún, me gustó el título, acqua alta, no solo por su sonoridad, sino porque se adivinaba que invitaría a una semiosis desenfrenada, quizás tan abigarrada como las escenas en que diversos narradores, nada confiables, colocan a Pablo y Chiara, los protagonistas de la novela (o más bien autoficción, en que Pablo Torche -capítulo 15- cuenta su verdadera historia) en muy diversas posiciones sexuales y existenciales. Ya he visto algunas interpretaciones para el título que alude a las inundaciones crónicas de Venecia (una muy bella: cómo bajo el agua los grises edificios adquieren un carácter fantástico); este desborde también puede ser interpretado por los desbordes pasionales de sus personajes y los pozos textuales que deliberadamente acumula el autor a lo largo de todo el relato. Y este último punto me importa particularmente. Decir algo sobre el libro es difícil precisamente porque todo en él contribuye a la repetición de ciertos tópicos, subrayados por el autor y sus editores. Es por eso que me resisto a mencionar los muchos autores citados en sus páginas, y también porque atendiendo a los guiños que atraviesan la novela, no me atrevería a afirmar que son todos los que figuran, con nombre, apellido y títulos, entre las páginas 205 y 208. La paradoja del mentiroso es la paradoja del narrador[1].

Me pregunto por qué incluso en la contratapa del libro la insistencia en el palimpsesto, como si fuera el gran valor de la novela -que también me habla, afortunadamente, de ciudades, personajes y literaturas inundadas, anegadas, estragadas, y de ese tramado espeso que es el deseo o el amor o las dos cosas, con Dios o sin dios- por qué la insistencia, digo, que puede amenazar al texto, como lo prueba la esquemática crítica de José Promis en El Mercurio, que debiera, por último, negarse a repetir lo que el autor manda, pero que finalmente va pedaleando detrás de un juego que no lo es todo, porque nunca lo fue todo, ni siquiera para el Oulipo: la constricción, el desafío, el rompecabezas forma parte del proceso creativo y es en sí mismo un elemento estético, pero su resultado, ah, su resultado lo es también, y basta con leer ese libro demasiado mencionado pero poco leído de Queneau, Ejercicios de estilo, para darse cuenta de eso. Como también, leyendo a Queneau, darse cuenta de que la anécdota de Ejercicios de estilo, ésa sí que es realmente mínima y, a diferencia de la que inventa Torche (Pablo viaja a Venecia donde se encuentra con Chiara; una fuerte lluvia que inunda la ciudad acompaña las decisiones e indecisiones amorosas de ambos) permanece, pese a las dificultades, absolutamente intacta. Los libros de Queneau y Torche (sesenta años después) coinciden en que entre las modulaciones formales, algunas resultan espléndidamente poéticas (y en el caso de Torche, suficientemente irónicas). Pero los Pablos y Chiaras de Acqua alta –y éste es un hermoso riesgo que asume el autor- son de por sí seres proteicos, sobre todo las mujeres, sucesivas y temibles melusinas, nadjas, beatrices (dantescas y borgeanas) que en casi todas sus apariciones conforman un discurso humorístico, pienso que muy inteligente, sobre el eterno femenino, la virgen y la puta, pero también, de manera más solapada, sobre los propios discursos masculinos que la rondan.

Asimismo, es Venecia el escenario libresco que Torche escoge para sus variaciones, pero me parece que hay algo más que la parodia que Venecia inevitablemente atrae y provoca: esta Venecia, en la mayoría de los capítulos, es narrada por un atormentado narrador chileno (de la postdictadura). Con palabras que van de la exquisitez a lo ordinario citadino, con yuxtaposiciones que, localizando las reflexiones y conflictos de su protagonista, resultan, también (a ratos) vastamente universales.

Torche huele bien las palabras de los otros, sus lugares comunes, los amaneramientos de estilo, y al leerlos, de algún modo también los enseña y descubre a sus lectores (que pienso son un puñado más que los estudiantes del primer año de literatura fantaseado por Promis). Entre esas expresiones que captura hay una que me gusta mucho, tomada, supongo, de uno de los autores citados que a estas alturas era inevitable descubrir (cuando leí el tercer capítulo medio me reí y por otra parte, claro, me sentí indignada): la palabra tándem. Nadie la usa con más gracia que ese autor innombrable sobre el que también pensé en México, y en esta novela aparece también con gracia y me pareció que refiere muchos de los eventos narrados e incluso eventos que no son narrados en la novela, sino que son posteriores, o ajenos a ella pero de algún modo resonantes, como esto de las dos ciudades semihundidas en un tándem geográfico inexplicable, que las ha puesto una junto a la otra por obra y magia de una lectura de hotel, mellizas, arruinadas en una secuencia que supongo es una secuencia cósmica de ciudades y reinos caídos; o el tándem literario, que refiere al ejercicio de escritura y todos los ejercicios de lectura contributivos, en abismo, que repiten con otras palabras la palabra del autor; o el gran tándem sexual que es toda la novela y que, si bien a ratos pudo agobiarme (como me agobió, hace muchos años, por poner un ejemplo, El imperio de los sentidos), alcanza momentos bellos, como también de gran inteligencia y sobre todo, lo que más agradezco, de ironía y humor.


[1] (Según me contaron también en México, Machado de Assis, sabiendo que vivía en un país poco alfabetizado pero con una élite muy ufana de sus lecturas, gozaba intercalando citas de textos franceses, poniendo palabras de un personaje en labios de otro, reemplazando a su antojo obras y autores… Es por esto que, salvo aquellas citas que constaté –irónicas, aunque en uno de sus capítulos, muy por debajo, en su parodia, del autor original a quien no diré que venero, pero casi- no puedo decir nada de los otros autores y estilos citados en el capítulo 14, construido sobre fragmentos o esquirlas de párrafos, parrafadas algunas, salvo que lea textos que jamás alcanzaré, creo, a leer).

sábado, 11 de julio de 2009

Tanatografía



"Me tumbé para dormir y soñar con mi madre... pues sabía que eso era lo que haría, sabía que me forzaría a hacerlo, lo necesitaba. Ella bajaba por las
escaleras sin descanso, una y otra vez, sólo visibles sus talones y el borde de su vestido blanco; abajo, abajo, una y otra vez. Pasé la noche entera observándola en mi sueño. No veía su rostro. No me sentía decepcionada. Me hubiera encantado ver su rostro, pero eso había dejado de ser un anhelo que me produjera ansiedad. Ella cantaba una canción, pero no había palabras en ella; no era una canción de cuna, no era sentimental, no pretendía tranquilizarme cuando la hostilidad y rudeza de la vida agitaban mi alma; solo era una canción, pero el sonido de su voz era como un pequeño tesoro en un cofre abandonado, un tesoro que en lugar de estupefacción inspira alegría y eterno placer.

Dormí toda la noche, y mientras dormía vi sus pies bajando la escalera, peldaño tras peldaño, sin llegar a ver nunca su rostro, oyendo cómo su voz
entonaba aquella canción, a veces limitándose a tararearla, otras a pleno pulmón. Todavía hoy sigue apareciendo en mis sueños, aunque ya no canta ni emite ningún tipo de sonido... ahora vuelve a ser como al principio, sólo su imagen bajando una escalera, dejando ver únicamente sus talones y la orla blanca del vestido sobre ellos".

Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre


Hace años cerré un libro que me estaba pareciendo increíble, por una frase. Era un libro de Virginia Woolf, no diré cuál. Pero me detuve en una línea, algo sobre una telaraña en una esquina. Tengo por ahí la frase y si la releo ya no me parece lo que entonces y es una pena, porque supongo que perdí esa acumulación de memorias y sensaciones que me hicieron sentir que leía algo muy, muy bello (tanto que, por no poder "detener el momento", me conformé con dejar el libro inconcluso para siempre). Supongo que sentí rabia o envidia, no sé. Por lo mismo, reabrir el libro en esa misma página debiera haber sido un ejercicio consolador, pero no fue así. Supongo que es preferible sufrir lo intolerablemente bello. Y supongo que eso es así porque esa belleza tiene que ver, aunque sea lejanamente, con uno mismo.
Ahora leo Autobiografía de mi madre. Es injusto, quizás, sesgar tanto la lectura de un texto donde se abordan diversos temas (la autora nació en Barbados y su trabajo es leído como manifiesto, documento o testimonio, ya sea de la condición colonial, ya de la subordinación racial y lingüística). Pero como en la lectura de aquel otro libro, me emocionó la representación de la mirada infantil, su lucidez, la forma (si hay forma) de encajar una ausencia.
Ya el primer párrafo del libro desmiente todo lo que uno pudiera anticipar por su título: "Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre yo y la eternidad; a mi espalda soplaba siempre un viento negro y desolado". La autobiografía se convierte, de este modo, en un relato a la intemperie, sobre la pérdida, una pérdida. Y es, cabalmente, un libro doloroso y sensitivo.
La frase que me sorprendió (porque claramente hay una y si no, no hubiese mencionado mis desvelos con la Woolf) tenía que ver con la distancia entre lo que uno anhela conocer, y el tiempo del que disponemos para hacerlo, o, más bien, sobre la inconmensurabilidad de esa distancia incluso cuando hay tiempo. Ver el rostro de la madre es algo imposible en los sueños de la narradora y quizás sea lo único que realmente desea en el mundo.
Escribí por ahí que me gustan los diarios y que el penúltimo que escribí lo dirigí a mi hija. Pensaba, evidentemente, que lo hacía por ella, con cierto afán libresco porque había leído, en Habla, memoria, de Nabokov, sobre el vértigo de su protagonista al descubrir imágenes de sus padres, anteriores a su nacimiento. El vértigo de no ser, de no estar, de imaginarse ese increíble abismo de nada. Pero era algo más que el afán libresco, y algo menos, lo que impulsó ese diario, una razón más egoísta. No era su nacimiento sino mi muerte, lo que me hizo escribir. Pensar que alguna vez, quizás, ella necesitara ver mi rostro por primera vez. O recordarlo.
Y escribo esto, y leo Autobiografía de mi madre, ese libro de una autora de habla inglesa decididamente interesada en las historias de madres e hijas, en un momento de inflexiones, de viajes, de cambios. Efectivamente, a ratos siento ese viento negro y desolado en mi espalda y sin embargo hay sonrisas y palabras, hay amores, y hay libros, muchos libros separándome de la eternidad. Incluso está la hija que esperé y que ya reconoció mi rostro y le dio un nombre. Pero todavía puede olvidarlo.

sábado, 20 de junio de 2009

REGRESAR





La prensa diaria habla de todo menos del día a día. La prensa me aburre, no me enseña nada; lo que cuenta no me concierne, no me interroga y ya no responde a las preguntas que formulo o que querría formular.
Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?


Georges Perec, Lo infraordinario
El proyecto —si se puede hablar de un proyecto sin pensar en algo unívoco, una línea trazada con tinta— de Georges Perec, o lo que él llama “lo que busca”, en Pensar/Clasificar, es asediar cuatro fantasmas: “el mundo que me rodea, mi propia historia, el lenguaje, la ficción”. Lo infraordinario, traducción editada recientemente por Impedimenta (2008), en un agradable formato que rescata “Les petits mètieres de Paris”, es un libro que combina esas búsquedas. Lo leí en una situación extraordinaria para mí, ser terrestre y más bien doméstico (cuyas lecturas acontecen, generalmente, en el muy cerrado ámbito de un dormitorio o incluso, simplemente, una cama): en un avión, durante una noche excepcionalmente larga. En los asientos del frente y a mi lado viajaba una banda de música. En realidad todos alrededor eran jóvenes muchachos de camisetas negras y cada vez que me levanté a dar una vuelta les dejé encargada a mi hija dormida, con un poco de risa de mí misma, porque al principio busqué el rostro amigable y solidario de otra madre aunque es cierto, es tremendamente cierto, que todas las madres son como competidoras en un carrera interminable de saberes secretos, curas milagrosas, recetas de pediatra, y llegué incluso a sentir alivio de que esos heavys me cuidaran a la niña sin decir palabra. Ella no se enteró, no paró de dormir, soñando sus sueños de gatos escondidos bajo interminables hileras de camas. Y así, mientras ella dormía, los heavys hablaban de bandas y el avión retrocedía en el tiempo, yo porfiadamente volvía a Europa, pero en concreto a la Rue Vilin, que no conozco y donde estaba la peluquería de la madre de Perec. En este texto, que abre el libro, utiliza un procedimiento similar al de Tentativa de agotar un lugar parisino, observando aquel barrio a distintas horas, pero también a lo largo de muchos años (1969 - 1975), evidenciando así los movimientos, las personas, los gatos, los letreros, las fisuras, y con ello, delicadamente, sin afirmaciones ni reflexiones, subrepticiamente, el paso del tiempo, el paso de la vida, el olvido, la casa familiar abandonada, la madre que no existe, que dejó de existir durante los años imborrables de la guerra.




Leer a Perec es para mí un alivio, un consuelo, una alegría. En otro viaje, para nada simétrico, un viaje espantoso efectuado tan sólo tres días antes de éste en que voy con mi hija leyendo Lo infraordinario (y asintiendo, sumándome a esta afirmación de lo cotidiano, recordando por ejemplo la tarde de palomas que me dieron el propio Perec y Levrero hace unos meses), digo, en aquel otro viaje, angustioso, me hallaba volando precisamente por encima de las cabezas de los viejos franceses, sobrevolando una tristísima lluvia parisina y huyendo de la pesadilla de pasar por tres aeropuertos distintos en un mismo día, pero sobre todo de una escena algo anterior, una escena traumática que quizás es el centro de todo, pero que no puedo ni quiero contar aquí, me consolé leyendo un texto muy breve, otra traducción de Perec recientemente editada, esta vez por Alpha Decay (2009), ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?, sobre un “tío”, llamado Karamanlis o Karatoro o Karagüevo o Karabum, o Karamelo, o Karatchi o Karaalgo, dice el narrador, un tío que no quiere ir a pelear en aquel horrible y vergonzoso conflicto de Argelia, pero no por razones políticas (aparentemente) sino por amor, porque no desea dejar abandonada a su chica. El cabo furriel Pollak y sus amigos bohemios intentarán ayudarlo, discutiendo estrategias (¿romperle un brazo?), votando, comiendo y emborrachándose. La anécdota es mínima, el final, gracioso, humorístico. Y el libro cuenta además con ese carácter oulipiano de otros textos suyos, pues incorpora un índice de “las flores y ornamentos retóricos y, más exactamente, de las metábolas y parataxis que el autor cree haber encontrado en el texto que acaba de leer”, un índice irónico, a través del cual uno puede hacer hacer laboriosas (e iluminadoras) constataciones de prosopopeyas, apóstrofes y onomatopeyas, pero también reírse con “Necrología, vamos anda”, “Hermosa página”, “Imagen (hermosísima imagen)”o “Epíteto contradictorio”. La lista completa me recordó esa exhibición de músculo de Los detectives salvajes, en la primera parte, la suma de figuras retóricas que enuncia García Madero, que bien pudiera ser un eco de este otro largo listado, también impresionante. Después de las 600 páginas de Las correcciones, literatura desmoralizadoramente detallista (que finalmente leí hasta el final, con muy pocos paréntesis aliviadores) me alegré de esta otra posibilidad, casi aérea, del ejercicio escritural, con su carácter de juego y desafío (que la acerca al prodigioso formato del puzzle), sin que por ello renuncie a los llamados "grandes temas": ese rumor de fondo de la guerra injusta e insoportable, en la historia de un conscripto poco comprometido con el imperialismo francés y rodeado de personajes borisvianianos (recordé todo el tiempo La espuma de los días).
Los viajes son paréntesis de lo cotidiano, aunque ellos mismos están plagados de lugares comunes, como la iniquidad de las personas convertidas en pasajeros luchando por el espacio, el descalabro de objetos que pasan de una mano a otra sin encontrar un buen lugar en los bolsillos o bolsos, o la cortesía inventada de azafatas y azafatos (con su larval violencia). Para mí se va convirtiendo en algo ordinario, habitual, mi propio desamparo en aquellos espacios hechos para el paso rápido y certero, porque soy torpe y lenta, porque me muero de miedo de llegar tarde a todas partes y sobre todo, porque temo realmente quedarme algún día en la mitad de nada y permanecer allí, en esa mitad de nada donde no están mi hija ni Perec ni la posibilidad de volver a algún sitio. Y por eso cuando vuelvo y me encierro a trabajar en mi viejo pasillo, o enciendo la estufa luchando con el mechero, o caliento guatero en mano las camas como antes de mí lo hicieron generaciones de antepasados, o me topo con la vecina y las preguntas de siempre, o paseo por el Forestal observando los siempre idénticos y cambiantes juegos de los niños, me siento una afortunada transeúnte anónima y perequiana. Contenta de haber regresado.

sábado, 23 de mayo de 2009

No me convence


Algo no me convence. No. Paso cincuenta, cien páginas. Voy por las doscientas. Y no me convence y quedan todavía otras quinientas y quizás sea el momento de detenerse, porque volverse atrás no se puede, la lectura sólo puede avanzar o detenerse. Debí saberlo cuando empecé El pasado, con tanto gusto, tan contenta, y debí ser prudente cuando iba en la página 100 y debí ser responsable cuando en no sé qué página las maquinaciones de aquella mujer comenzaron a enfermarme pero más que ella comenzó a enfermarme el otro, el llorón, y un hospital bonaerense donde un niño nace y una dictadora se muere, pero nada, no terminé la novela por así un pelo, todo un fracaso, pero no un fracaso de la novela, no, porque esto suelo asumirlo como un fracaso propio, y mientras el libro engorda y devora lectores, yo caigo, qué me dicen, en el marasmo.

Lo de El pasado, hay que reconocerlo, fue duro, sobre todo por la cantidad de frases que alcancé a subrayar y repetirme solemnemente. Pero se trató de algo esporádico, inesperado, porque aquello es literatura argentina y la literatura argentina suelo seguirla hasta el final. Y afortunadamente no por un a priori geográfico, eso siempre trato de saltármelo. Las cosas se han dado así.

Pero lo de ahora. Ahora hablamos de palabras mayores y de un problema vital, cerca de 800 páginas pero no sólo eso, sino que 800 páginas de decadencia familiar, de pequeñas intrigas y largas descripciones, de nombres de compañías y menús del medio oeste americano, de dineros ganados, prestados y perdidos, de coordenadas geográficas y académicas, de observadísimos detalles, de enfermedades terminales y nerviosas, de acciones de gracias, navidades, paseos por Manhattan y de fracasos, muchos fracasos. Y me digo: no sirvo para esto. Me veo a mí misma con el libro entre las manos abiertas, extendidas, queriendo recortarlo, clamando a gritos por una comparación menos, descompensada por este narrador bulliciosamente informado, pero sobre todo perpleja por ese mundo, por la novela tan cacareada, por ese mapeo extremadamente preciso del éxito y el desasosiego.

jueves, 21 de mayo de 2009

Talleres literarios: el modelo autobiográfico


Todos los talleristas escriben pero tienen problemas para hacerlo.

Todos los talleristas se disculparon por algo cuando se presentaron a los demás.

Todos los talleristas se encuentran algo agobiados.

Todos los talleristas creen de alguna forma que la escritura cura.

Todos los talleristas han leído y respetan el trabajo del creador del taller.

Todos los talleristas tienen problemas con alguno de sus progenitores.

Todos los talleristas sienten que las relaciones de pareja son aún más conflictivas que los problemas con sus progenitores.

Algunos talleristas tienen claro lo que escribirán para la próxima sesión.

Algunos talleristas no tienen nada claro lo que escribirán para la próxima sesión.

Varios talleristas le solicitaron al creador del taller que les recomiende lecturas.

Algunos talleristas le solicitaron al creador del taller que por favor no les recomiende Las correcciones o Las partículas elementales. Es más de lo que pueden soportar en este momento de sus vidas.

Varios talleristas anotaron la recomendación del creador del taller: “vean las aventuras de Chad Vader en Youtube”. Entre los que anotan el dato estoy yo.

Algunos talleristas nos preguntamos si esa parodia de Chad nos ayudará a entender nuestra relación con los padres y quizás, tal vez, con nuestras parejas.

Algunos talleristas pensamos que humor y dolor van de la mano, se nota en las miradas que cruzamos de vez en cuando.

Ninguno de los talleristas, además de mí, conoce la obra de Carlos Préndez Saldías. Hablo de él, a propósito de humor, dolor… y amor. O simulacros de amor.

Todos los talleristas concuerdan en que alguien debiera escribir algo sobre ese personaje. No pueden creer que no es un personaje de ficción.

Algunos talleristas hablan sobre personajes que existieron en sus vidas y que parecían personajes de ficción.

Ningún tallerista responde con franqueza a las preguntas que a propósito de estas cuestiones formula el creador del taller.

Un tallerista (no yo) se desploma, histérico, cuando intenta responder a una de estas preguntas demasiado capciosas del creador del taller.

Todos los talleristas lo consuelan, poniendo en ello su más alta humanidad.

Todos los talleristas concuerdan, al salir de la librería donde se realizarán las sesiones, en que el taller será duro pero que ha sido una excelente reunión.

Todos los talleristas conversan fuerte en la calle. Observan el vaho que sale de sus bocas. Sienten frío, pero por dentro un calorcito, como una esperanza.

Algunos talleristas toman sus autos, otros se alejan a pie, uno se va en bicicleta y la calle queda desierta. Hay, como flotando en el aire, una vibración, muy ligera. Esta vibración tensa a los vecinos, que llaman a los carabineros. Los carabineros llegan con ruido e inspeccionan la calle, pero no encuentran nada.

lunes, 4 de mayo de 2009

Seducción y carencia


Estoy leyendo Biografía del hambre, de Amélie Nothomb, hace un tiempo "la mejor escritora de habla francesa menor de 40 años", según Le Figaro... al leer la novela entiendo que la precocidad ha sido para ella un programa o un oficio. Y el cliché de la frase adquiere otro sentido, devastador.
En el texto se narra la relación de una niña con el gozo, el hambre de belleza, la voracidad. Se constata la infinita maquinaria del deseo y la carencia. Lo raro es que esta cadena aquí se hace consciente desde una edad preescolar y eso singulariza la voz anecdótica, divertida, rápida, extrañamente desapegada, pero al mismo tiempo, nostálgica, de la narradora. Ella vive en distintos escenarios: un pueblo en Japón, una ciudad/calabozo china, el asombro continuo de Nueva York. Se desplaza episódicamente con su familia, reclamando el goce, buscándolo en secreto, atiborrándose de licores dulces, de libros, de mapas, de palabras. De la belleza de su madre y de su hermana.
Pero es un momento de la lectura el que me lleva a escribir. La niña, insaciable de amor, le pide a su madre que la quiera. Que la quiera más de lo que la quiere. Que la quiere más de lo que razonablemente puede querer una madre a su hija. La madre le lanza un extraño desafío: "sedúceme". Y ella debe concentrarse en pasar la prueba, la competencia atroz, contra nadie, contra sí misma. Una competencia de ingenio, sensibilidad e inteligencia.
Descubro la continuidad entre esta historia y otras de la misma autora, que me parecieron más potentes, como Antichrista y Estupor y temblores: la necesidad de ser querido, la necesidad de ser valorado, la insoportable necesidad de ser alguien para los otros. La necesidad de ser singularizados, de sostenernos en la sociedad vigente, con su anonimia, su fiebre de consumo y al mismo tiempo, su exaltación de la originalidad (a ser posible, en las formas más espectaculares).
Ningún relato es inocuo, ni cuando es aparentemente casual. Su riqueza consiste en apelar a otros, en tender probables identificaciones. Hay una impronta ética en las historias, un tacto profundo que en este caso ronda esa relación madre e hija, cercana y atroz. Primer vínculo y primera carencia. La voracidad extrema de la narradora de Biografía del hambre es de algún modo la voracidad en estado puro, la voracidad esencial que pugna en todos y que quizás algunos lectores reconozcan, removidos, en la percepción de esta niña de dos, cuatro, ocho años.
Pensarán algunos que ser precoz es fácil y que lo realmente difícil es envejecer cuando se ha sido precoz. Opino que ser precoz y darte cuenta del enorme trecho entre el amor de los otros y el amor que se necesita, ese amor que no siempre es declarado pero que nos mueve como un motor invisible, debe ser algo triste, tristísimo. Y es en la figura de aquella madre que demanda la seducción, que esta constatación resulta más impactante. Cómo no ser voraz. Cómo no luchar contra uno mismo, eternamente poco merecedor de ese amor que la protagonista de pronto descubre etiquetado con un precio, el de su sacrificio y su gloria.

domingo, 26 de abril de 2009

Dos cantos: Agnès Varda y David Lynch



Una directora poco conocida en nuestro medio es Agnès Varda (1928), si bien ha sido considerada precursora y parte de la Nouvelle Vague, y es creadora de un neologismo interesante, cinécriture, alusivo al concepto total del trabajo fílmico que ella propone.

Vi hace unos días su segunda película: Clèo de 5 a 7 (1961). La protagonista, Cléo/Flora, interpretada por Corinne Marchand, recorre en tiempo casi real los recovecos de París y de sus propias emociones, esperando recibir los resultados de un examen médico. Se trata de una mujer joven, bonita y que ha tenido cierto éxito en la canción popular (donde utiliza un nombre artístico: Cléo, por la poderosa y seductora Cléopatre); sospechando un mal diagnóstico acude a una sesión de tarot, punto en el que comienza el relato, con imágenes en color (las de las cartas) que luego ceden paso al blanco y negro.

La película me sedujo desde ese comienzo: las cartas del tarot y su potencial narrativo siempre me han atraído. Recuerdo por ejemplo las historias de El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino, donde varias historias se van hilvanando a través de la lectura de esas imágenes polivalentes y enigmáticas. En el caso de esta película, el recurso permite una rápida síntesis de la vida de Cléo: es amante de un hombre que le dedica poco tiempo, hay una mujer, significativamente llamada Angela, que oficia de ama de llaves pero también de administradora de las pasiones y supersticiones de la superficial y atribulada Cléo. Las cartas ven también la enfermedad: un cáncer que aparentemente acabará matándola.
A partir de allí se inicia el periplo de Cléo por la ciudad. Es el primer día del verano, la vida se activa en las calles y parques parisinos, pero ella observa en todas partes los signos de su propia decadencia. La cámara es la que media estas sensaciones; una cámara subjetiva, su mirada, que pasa por tiendas de pompas fúnebres, por espectáculos callejeros en que parece cotidiano tragar sapos o atravesarse la carne con alfileres, por escaleras que comunican cielo e infierno, por espejos trizados. Cléo se sabe hermosa y trata de convencerse de que estará viva mientras dure esa belleza: ella está más viva que todos, todos los demás. Pero ese estado anímico cambia por instantes, y así el tiempo se comprime o se alarga; tan pronto ella siente que “no queda tiempo” como que queda “todo el tiempo del mundo”. Tener o no tener tiempo en esa tarde parisina que la directora, obsesionada por los recorridos urbanos, sabe captar sensiblemente.

El paseo de Cléo deja ver la mano de la documentalista precursora que es también Varda, pero no es un recorrido objetivo, es un recorrido que revela los estados de ánimo de su protagonista.

Hay momentos que resultan guiños literarios y culturales interesantes, como el ingreso al Café Dôme, por ejemplo, en que la protagonista se da vueltas oyendo fragmentos de conversaciones, en una escena que nos pareció muy cercana al simultaneísmo de Apollinaire en poemas como Lundi Rue Christine (poesía que desde su nacimiento debía tener como horizonte la panacea de tiempo y espacio que es el cine), o bien, en ese mismo café, la inclusión de pinturas y afiches significativos, o la protagonista oyéndose a sí misma cantar en el wurlitzer (frente a la indiferencia de los clientes, embebidos en sus propios dramas, o discutiendo sobre el conflicto argelino).

Pero lo que me ha hecho escribir sobre la película es un momento singular: aquel en que ella, estacionada por unos minutos en su departamento, recibe la visita de un pianista y de un escritor de canciones. El músico fue interpretado por el famoso Michel Legrand; el escritor, ni más ni menos que por Jean-Luc Godard, ambos amigos de Varda. Estos personajes desconocen el drama de la protagonista. Y la convidan a probar nuevas canciones. Entre ellas, Sans Toi, en http://www.youtube.com/watch?v=e7MN7kJ0uy0.

Me atrae la posibilidad de leer este momento desde tantas aristas distintas. El feminismo francés reconoció débilmente a Varda, quien llegó a realizar películas como Una canta, la otra no (1977), o Sin techo, ni ley (1985), donde problematiza la condición de la mujer y la marginalidad. Pero es claro que la protagonista de esta película no es una heroína de aquellas: frívola, superficial, encapsulada en su vanidad, mujer objeto, no es su condición femenina la que conduce sus reflexiones, sino el temor a la muerte. Esto aflora en el momento en que toma la canción como desafío y se producen esos minutos en que, lejos del tono documental que predomina en los primeros momentos del paseo de Cléo, la realizadora aísla su rostro, lo ilumina e incorpora elementos ajenos a la escena. La tormenta sentimental de la canción se deja oír en esta imagen desrealizada, en que Cléo acompañada por toda una orquesta, mira a la cámara y melodramáticamente deja caer sus lágrimas.

Después de esta escena, ella se quitará la peluca de cantante y volverá a salir a la calle, esta vez sola, buscando sin saber qué. El último segmento de la película (fragmentada en capítulos, según los personajes que acompañen a Cléo y los minutos que ocupen) relata el encuentro con un soldado que debe viajar a Argelia esa misma tarde. Otro eventual condenado, que se ofrecerá a acompañarla y que además se quedará con el verdadero nombre de Cléo: Flora, vinculándola con la naturaleza, descubriendo una faceta más espontánea y auténtica, procurando aligerar el dramatismo que la caracteriza y la atrapa.

La visión de la mujer a lo largo de toda la cinta es convencional, lo sé. Pero hay algo en el momento en que ella canta, que me hace pensar sobre la relación entre el género y los resortes del melodrama. Algo que me hace preguntarme sobre mí misma, en el fondo. Sobre el impacto de esos lagrimones enfrentando la cámara.

El relato de Varda está impregnado de poesía y también de humor. La escena con los músicos va más allá del melodrama dado que éste se interroga a sí mismo. Los músicos cuestionan la habilidad que pueda tener la cantante para transmitir las emociones que refiere, sin saber que pasa por un momento de intenso temor (aunque no de reformulación existencial). El momento es de por sí melodramático, subrayado por la desrealización de la escena. Pero se le entiende y acepta (es más, lo he visto tantas veces que debo reconocer que no es algo que acepte: es algo que me fascina) como situación crítica, reveladora, como punto de inflexión que parte el periplo de Cléo en dos.
Cuando vi la escena me acordé de otra, revisada también muchas veces. Otra mujer cantando y llorando, sola, ante la cámara. En un momento de revelación, de reconocimiento, de identificación de las emociones y los recuerdos. Es la escena de Mulholland Drive (2001), de David Lynch, en que Rebecca del Rio interpreta, portentosamente, Llorando (Crying, de Roy Orbison). La secuencia se encuentra en: http://www.youtube.com/watch?v=oddg6dCB7FE
En estas imágenes se revelan otras estrategias para abordar el canto: Rebecca no mira a la cámara: interpela al auditorio del Club Silencio, teatro de medianoche, ambiguo, siniestro, donde las protagonistas encontrarán la clave para regresar a ellas mismas, a su miserable historia de amor, afincada en el rizo de esta historia oscura, como casi todo lo de Lynch.
Rebecca lleva pintada su lágrima, teatral como su propia interpretación a cappella, sin instrumentos que maticen el desgarro de su voz. La cantante se derrumba antes de terminar; su cuerpo lo arrastran fuera mientras, sorprendentemente, permanece en escena la voz. Las protagonistas lloran conmovidas.

La voz que permanece en el escenario vacío, cantando que llora (la canción Sans Toi, escrita por Vardá y musicalizada por Legrand, va en la misma línea de los amores perdidos) la he leído, no sé si justa o desproporcionadamente, como esa voz femenina que permanece y se extiende, elástica, por los escenarios, llegando hasta las esquinas y rincones de un drama jamás resuelto, que los discursos de género y sus reivindicaciones políticas y sociales no han logrado despejar. Este drama bello, sensible y detestable del abandono y la fragilidad, mitificado culturalmente, elevado a símbolo, parodiado, expuesto pero vigente en mi propia manera de ver, de sentir, de conmoverme.

domingo, 19 de abril de 2009

Contar una historia (... o el síntoma del Ministro)


Cosa extraña, asistí el otro día al lanzamiento de una novela. Y me sorprendió que uno de sus comentadores –otra cosa inusual: nada menos que un Ministro de Estado- la celebrara no por su aparente inteligencia, incomodidad y patetismo (no la he leído aún, sintetizo lo que se dijo ese día), sino por lo que no es: con firmeza, él explicó que esta novela, afortunadamente, no es una reflexión metatextual sobre las posibilidades o imposibilidades de la literatura. La aplaudió por “tener una historia” y acercarse así a una tradición literaria que vinculó, entre otras, a figuras como Stendhal (quien, debemos recordarlo, es autor de ese citadísimo aserto mal aprovechado por las estéticas realistas, de carácter evidentemente metatextual: “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Una cita a la que le guardo cariño, desde que leí 53 días, de Perec).
La idea del Ministro fue celebrada por la concurrencia. Por fin una novela que no se jacta de ser novela, una novela que no se jacta de ser literatura o escritura, una novela que descansa “en una historia”. Risas, bromas entre él y el autor, bromas entre él y el público, bromas entre el público y el público.
Pero el Ministro precisó algo más, todavía; explicó que algo había en aquella novela, no libre del todo de la plaga posmoderna: una reflexión metanarrativa, de todos modos, porque el protagonista, un director, no logra terminar su película. Y no supe cómo, pero la cosa paró en que reflexionar sobre las películas es menos pesado (o penoso) que escribir sobre novelas ausentes o presentes.
El Quijote, la primera novela moderna en nuestro idioma, entraña ya una de las reflexiones más poderosas sobre la consistencia y el ser de la(s) novela(s). ¿Por qué celebrar la ausencia (aparente) de este rasgo tan propio de la modernidad artística? ¿Literatura del agotamiento del agotamiento? ¿Reacción visceral frente a una inquietud instalada y reinante? ¿Acto aparentemente díscolo? ¿Un síntoma de algo más grande o algo por venir?
Probablemente mucho menos que todo eso.
Las novelas que van sobre novelas sí pueden tener una historia. No se trata de esto o lo otro. Por otra parte, las narraciones están como soldadas a los cuerpos y sujetos e incluso a las escrituras más herméticas (las historias saben cómo inmiscuirse). Por último, para que sirvan, las historias deben ser bien contadas. Y sobre este punto no sé si el Ministro habló lo suficiente, quizás yo no era el mejor público para escucharlo.
Cuando salí de ahí era de noche. Una buena noche de otoño. Aunque la calle invitaba a otras cosas, tuve tiempo, entre la conversación y los detalles de irse de cualquier lugar, para darle vueltas al asunto que desde ahora llamaré, sin lograr un diagnóstico que valga, “el síntoma del Ministro”.

viernes, 17 de abril de 2009

Romper a Alone



"Sentí unos pasos a mis espaldas. Me volví. La figura homérica de Farewell me observaba con las manos en jarra. Me preguntó si me sentía mal. Le dije que no, que se trataba tan sólo de una zozobra pasajera que el aire puro del campo se encargaría de evaporar. Aunque estaba en una zona de sombras supe que Farewell había sonreído. (...) Durante un rato ambos permanecimos en silencio. Luego Farewell dio dos pasos en dirección a mí y vi aparecer su cara de viejo dios griego desvelado por la luna. Me sonrojé violentamente. La mano de Farewell se posó durante un segundo en mi cintura. Me habló de la noche de los poetas italianos, la noche de Iacopone da Todi. La noche de los Disciplinantes. ¿Los ha leído usted? Yo tartamudeé (…) Entonces la mano de Farewell se retorció como un gusano partido en dos por la azada y se
retiró de mi cintura, pero la sonrisa no se retiró de su faz. ¿Y a Sordello?, dijo. ¿Qué Sordello? El trovador, dijo Farewell, Sordel o Sordello. No, dije yo.
Mire la luna, dijo Farewell. Le eché un vistazo. No, así no, dijo Farewell. Vuélvase y mírela. Me volví. Oí que Farewell, a mis espaldas, musitaba: Sordello, ¿qué Sordello? (…) Sordello, que no tuvo miedo, no tuvo miedo, no tuvo miedo. Y recuerdo que en aquel momento yo tuve conciencia de mi miedo, aunque preferí seguir mirando la luna. No era la mano de Farewell que se había
acomodado en mi cadera la que provocaba mi espanto. No era su mano, no era la noche en donde rielaba la luna más veloz que el viento que bajaba de las montañas, no era la música del gramófono que escanciaba uno tras otro tangos infames, no era la voz de Neruda y de su mujer y de su dilecto discípulo, sino otra cosa…"



Roberto Bolaño, Nocturno de Chile




La cita de Nocturno de Chile puede servir para ilustrar una idea, una idea vaga, por cierto, una idea que recién comienzo a formar pero que por lo mismo quizás sea interesante compartir y alimentar.
En este pasaje, en que se plasma ese rintintín que atravesará la novela (“Sordello, ¿qué Sordello?”), se encuentran el protagonista y delirante narrador, Sebastián Urrutia Lacroix, y el crítico por excelencia, el famoso, “homérico” Farewell, quien aparte de intentar seducir a Urrutia, despliega aquí una gran cantidad de referencias europeas, italianas, y sobre todo, menciona a ese poeta o trovador, Sordel o Sordello. Bolaño tenía una particular inteligencia para despertar esos ecos del lenguaje que algunos teorizan como lo semiótico, lo fluido, lo que excede toda racionalidad: sordel, sordello, evoca lo sórdido, la suma de esta escena decadente en que los dos personajes, reunidos en el fundo de Farewell con Neruda, la mujer de éste y un aprendiz del poeta, exhiben al lector sus debilidades y algo más que sus debilidades: sus iniquidades, sus hipocresías.
La escena es particularmente transgresora; tras el nombre de Urrutia y el seudónimo de Farewell, laten el nombre y el seudónimo de dos importantes críticos de la historia literaria chilena, José Miguel Ibáñez Langlois y Alone (Hernán Díaz Arrieta). Muchos lectores contemporáneos habrán leído primero este pasaje que sus textos (que quizás jamás lleguen a leer). Se puede decir, entonces, que Bolaño engendró una escena mítica y patética de la literatura chilena. Mito o interpretación, se nos dirá, de rasgos particulares de los aludidos, pero por sobre todo, desenmascaramiento de cierto tipo de discursos que han venido encorsetando las prácticas culturales que a través de su escritura Bolaño desea (y consigue) liberar.
Esto a modo de introducción. Porque deseo servirme de esta escena, para ahondar en el lugar ambiguo de uno de los escritores que la inspiran, el crítico Alone (1891 - 1984).
En la novela, Farewell es un crítico famoso, apatronado, poderoso y homosexual; este último rasgo se presenta en la narración de forma sibilina y perturbadora. De Alone, se conoce su condición bisexual, subrayada públicamente por diversos autores, entre ellos, el historiador Gonzalo Vial en el prólogo al Diario íntimo del crítico (publicado el 2001). La relación que se establece entre el crítico de la ficción bolañeana y el crítico real se debe en gran medida a este rasgo, que durante años fuera un secreto a voces entre las élites vinculadas con el escritor.
A Alone lo llamo, indistintamente, crítico o escritor, porque ejerció ambas prácticas: escribió, en su juventud, una novela con carácter de diario íntimo, La sombra inquieta (1915) y un libro más antiguo aún, en la línea de tantos que se publicaron a principio de siglo y que contenían los materiales más diversos: Prosa y verso (1909), en que la prosa corría por cuenta suya y el verso, por la de su amigo Jorge Hübner. Ninguna de estas experiencias fue lo suficientemente feliz para Alone, quien masculló a lo largo de su vida las líneas de… una novela ausente, como tantas otras. Sobre el trabajo que realizó como crítico se ha dicho bastante, sobre todo frases hechas. Se han escrito libros que no son más que homenajes, y también textos airados que lo combaten, pero pienso que él pertenece a una extraña categoría literaria, la de aquellos fenómenos tan vistos que realmente no los ve nadie. Aquellos autores de los cuales todos hablan o creen saber algo, pero de los que nadie (o casi nadie: no pretendo ignorar algunos buenos trabajos que existen sobre Alone) ha leído nada. Sus “crónicas literarias” (prefería llamarlas así antes que “críticas”), resultan extemporáneas. Quienes lo agasajaron con sus comentarios resaltaron cuestiones de estilo, afinidades literarias, hallazgos afortunados. Quienes lo atacaron y hoy lo atacan -con justa razón- ponen de relieve su arribismo, su conservadurismo, los contornos demasiado precisos de su crítica impresionista.
Afortunadamente, vivimos un momento en que las relecturas son algo más que un vicio privado: son necesarias para la reconstrucción de los discursos hoy en entredicho, el discurso histórico, el discurso literario. La lectura situada de estos textos que forman parte de un pasado común –en este caso, una vasta construcción textual que da cuenta ni más ni menos que de los modos en que se fue construyendo en Chile la noción de crítica literaria y de la inserción en el campo literario de voces profesionalmente “autorizadas” y a veces autoritarias- se convierte en desafío productivo, pues nos permite desmantelar los estereotipos instalados, desestabilizarlos, darles un nuevo sentido. Más allá de las imposiciones de este posmodernismo o sobremodernismo y sus incautaciones vacías de estilos diversos y autores inconcebibles, pienso que es útil mirar hacia esa cara oculta de la luna donde habitan los libros no leídos o bien, los que recogen textos como los de Alone: tan leídos y sobados desde sus propias lógicas y limitaciones, que resultan nuevos al referirse a ellos desde nuevas discursividades.
Por eso pienso que hay que leerlo y dejarse estremecer por su ambigüedad, por sus desmarques y fugas, por su difícil acomplamiento a la realidad evidente de lo que llamaban y llamamos todavía hoy “la literatura chilena”.
Alone fue europeizante en un momento en que a través de las producciones simbólicas se fortalecía el imaginario nacional homogeneizador de las diferencias locales y en que quizás el criollismo (su polémica con Latorre es conocida) fue un obstáculo más que un dinamizador del pensamiento local; fue excluyente y conservador, pero también supo leer en los textos de sus contemporáneos ciertas marcas o diferencias significativas. Respetó y admiró a autoras como Gabriela Mistral cuando críticos archiconservadores, como Pedro Nolasco Cruz, sólo sabían denostarla. Reparó en Brunet y en Neruda, en un momento en que reparar en ellos no era precisamente fácil. Como crítico hubo matices que le dieron cierta complejidad a su expresión, aunque por supuesto hoy resulte difícil digerirlo (y no rayar y rayar sus párrafos, tantas veces egoístas, excluyentes, clasistas; comprendo y comparto algunas de las ácidas críticas que otros lectores dejaron en los ejemplares que consigo en la biblioteca).
Hay que hacer dialogar, además, al crítico con el escritor; su Diario íntimo, publicado de manera incompleta, es realmente notable por las tensiones que escenifica. Emerge allí su compleja relación con la sociedad a la que pertenece. Se revela la conocida problemática de la representatividad del intelectual, ajeno a la clase que representa, colocado en un lugar otro desde el cual defiende los intereses ya sea de los poderosos o de los marginados, con una voz equívoca y ajena.
Nacido en una familia aparentemente venida a menos, por lo que él mismo relata en los textos reunidos bajo el título Pretérito imperfecto (recopilado por Alfonso Calderón unos años antes de la muerte de Alone), se hizo camino en los salones de la “buena sociedad” cuidándose, como Edwards Bello, de caer en la “siutiquería”, ese mal tan pésimamente visto por los miembros de la élite chilena. Su deslumbramiento en aquellos bailes que presencia sin bailar, sin participar, ocupando un costado de la pista, pero pendiente de observarlo y anotarlo todo, como si fuera él mismo su querido Sainte-Beuve, nos informa sobre la construcción de una soledad que va más allá del hastío existencial al que apuesta en su escritura, una soledad que es más que un seudónimo a lo belle époque, una soledad que es en sí misma su condición de intelectual alineado del lado del abolengo y la riqueza.
Sería interesante poder reconstruir, a través de la lectura de los textos de Alone, su errática construcción autorial y vivencial, desde la singularidad de sus opciones críticas (de la lectura de los clasicistas franceses a la egocéntrica apropiación de Cárcel de mujeres, de María Carolina Geel), a los desacomodos de su trayecto por una ciudad polarizada (de los salones y casas de familia a los rincones nocturnos de la Quinta Normal).
Hilar no el discurso que construye y objetiva, sino aquel que no termina jamás de hilarse, mostrándonos así los múltiples trayectos de la experiencia.
Pero estas son solo ideas. Ideas alineadas. La crítica de Alone que imagino, aquella que quizás pueda ayudar a explicarnos lo que con tanta efectividad logra decir Bolaño o que quizás pueda refutarlo, o abrirlo, ésa está por escribirse todavía.

martes, 14 de abril de 2009

La maldición de Oscar


Oscar Wao divierte y duele a la vez.
Nada más ver las primeras notas a pie de página, altamente informativas sobre la política de Trujillo y sus esbirros, se percibe la novela de dictador, pero en un formato nuevo y alucinado. La violencia se apodera lentamente de la novela y la siniestralidad del poder asoma entre las costumbres sociales y los deseos sexuales de los protagonistas. Son los actores que interpretan el drama del “fukú” -la maldición endémica del Caribe-, los gafes en quienes se han enquistado el dolor y la soledad.
La maldición afecta a toda la familia de Óscar, desde su abuelo, muerto en una de las cárceles de Trujillo, hasta Óscar mismo, obeso y delirante escritor cuyas lecturas y experiencias vitales transitan entre El señor de los anillos, los juegos de rol y las películas de ciencia ficción, con el menos (y el más) de ser un inmigrante dominicano en Estados Unidos. Un caribeño que, a diferencia de todos sus compatriotas, es virgen.
La épica de Oscar se desata durante un verano, de vacaciones en su país de origen, cuando decide tomar las riendas de su ridícula situación.
El spanglish de la novela y sus tránsitos entre la cultura popular y el informe político se entremezclan en los relatos de distintos narradores. Y Oscar se pronuncia sobre el desordenado devenir familiar con voz altisonante y ajena, una voz, la suya, y una actitud, que le han valido comparaciones evidentes con el pesado y entrañable Ignatius Reilly, de la Conjura de los necios. Una asimilación a esa gran novela que nos parece le resta brillo propio a esta primera novela de Junot Díaz (1968), escrita bajo otros parámetros culturales (diversidad cultural, inmigración, tercermundismo) y cuya crítica se enriela hacia otros objetivos.
Como sus antecesores, Oscar rodará cabeza abajo al laberinto enigmático de una plantación, donde van a parar los opositores, los poco precavidos, los apasionados de esta novela. Pero habrá logrado su objetivo. Heroica y desesperadamente, conseguirá romper el fukú.
La novela es muy recomendable (en estos días me parece que esa palabra reverbera tristemente en el mundo bloggero, a raíz de un comentario que entiendo más bien retórico y algo descuidado, de Roberto Merino), porque abre un camino a la novela política, desprovista aquí de estructuras maniqueas. Nada más hay que compararla con un texto precursor, El señor presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias. El humor de Junot Díaz es muy valioso: los esbirros, caricaturescos, esperpénticos, son finalmente reales, su amenaza es real. Pero esa amenaza funciona en una atmósfera de referencias propias y aparentemente ajenas, muy bien trabadas, que deja abiertas las posibilidades de lectura, que no cierra con candado, que no alecciona ni moraliza.

sábado, 11 de abril de 2009

Segmento

(Este es un fragmento de algo que quizás termine de escribir o quizás no. Las cosas que me importan suelen quedar incompletas).
Mientras examina el letrero, como buscando en esas cinco letras algo más de lo que ellas dicen, comienzan a caer algunas gotas, muy pesadas, sobre sus ojos. Ya casi no se ve nada, es de noche en Torla, deberá buscar pronto un hotel. No siente frío, hambre o cansancio, es como si en los últimos días su cuerpo se hubiese descolgado hacia algún otro lugar; sólo percibe sus propias ideas y ellas mismas se le aparecen sin fuerza, disociadas en otro tiempo y espacio. Se siente, principalmente, una espectadora. Y sin embargo, sabe que no se debe mojar, sabe que debe comer, sabe que debe dormir. La empuja el sentido del deber.
Ella vive como montada graciosamente en un tiovivo, sin avanzar, retomando viejos caminos, cabalgando sobre caballitos de lata y plástico. Graciosamente, vuelve una y otra vez al comienzo. O al final. No lo sabe. Ella soy yo. Observando el letrero de Torla.
En el auto lleva una maleta, algunos CDs, una botella de agua, un regalo para cuando vea a su hija. Y dentro de su mochila, una libreta donde no olvida anotar, periódicamente, compulsivamente, lo imprescindible.
¿Qué es lo imprescindible hoy?
Vuelve al auto. Suena una voz de mujer. Apaga la radio, la guarda, toma la maleta y entra al pueblo caminando. No sabe manejar por esas calles estrechas, de piedra. Nunca lo hizo. No importa si se empapa, incluso estaba deseando caminar un poco. Buscará un buen hotel, se tomará un café y después se acostará y tratará de reducir esa voz baja de los pensamientos al mínimo posible. Cortar la radio. Un letrero cuelga sobre su cabeza y se mueve con el viento, le da su aprobación.
Pero no encuentra quién la oriente en esas calles donde comienza a sentir el frío de una tormenta que no parece de verano. Se está calando, me calo pero sigo montada en un tiovivo sicodélico, camino bajo la lluvia pero al mismo tiempo giro sobre las cabezas de la muchedumbre en una feria de atracciones y soy la atracción principal. Es imposible callarse, sonar callada. Afuera todo está en sombras y dentro el corazón palpita demasiado rápido y se sobresalta cuando entre el público chillón sorprendo la cara triste de mi hija. Paso con mi caballito frente a ella y veo que me pide que baje. Ni aun así logro parar el carrusel. Ni con toda la fuerza de sus ojos pinchando los míos. Me persigue, en los caballitos de atrás, un grupo de escritores muertos.
Los turistas han ido a cambiarse de ropa o a comer, la gente del pueblo está en sus casas haciendo alguna cosa que ella quisiera espiar detrás de esas ventanas atiborradas de flores. El pueblo que debiera parecer jovial, un pueblito de piedra en los Pirineos, de pronto le parece algo siniestro, las nubes se adivinan en el cielo, en las montañas destellan los relámpagos y el paisaje entero parece querer decirle que este viaje es malo, que está fallido, que no debió ser desde el primer día, cuando metió las cosas en la maleta y llamó a la agencia para solicitar un pasaje. Quizás tenga que ver con el desvío que decidió hacer: en vez de llegar directamente a París, optar por Barcelona y rehacer una ruta recorrida diez años antes, sin nubes negras, sin relámpagos en el horizonte. Sí, quizás debiera haber ido por París, olvidarse de todo, caminar en línea recta hacia el futuro y no en espiral, como un animal enfermo.
El carrusel gira. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no allá? ¿Qué es un acelerador de partículas? ¿No es ella un acelerador de partículas? ¿Y si se rompe y estalla? ¿Y si el mundo es tragado por ese estallido? ¿Y si todo comienza a desaparecer por ella misma, por su cuerpo? ¿Y si ella es el origen de un gran agujero negro?
Divisa a un hombre mayor, vestido con un impermeable, y se acerca a él. Aunque está desesperada, puede aún anticipar las respuestas de los otros. Ahora anticipa una respuesta hosca. Pero no. Hay un hotel muy cerca, le dice él. Observa con atención enferma su rostro de emisario del infierno. Los dientes volados. La mirada que no se fija en un punto. Surcos caóticos rayándole la cara. Hay un hotel muy cerca, calle arriba, y está muy bien de precio.
Sin quererlo, lo mira de arriba abajo, traga toda la información, captura como una máquina los detalles y se sorprende cuando descubre que lleva una venda negra sobre la muñeca izquierda. No puede creer que en este pueblo perdido del mundo un campesino haya querido quitarse la vida. Ni menos que se haya topado con ella una noche de verano y tormenta.
El hotel está prácticamente al lado. Santiago está lejísimos. El carrusel gira y cree que nunca alcanzará la puerta del hotel. El hombre se despide sin palabras. Los escritores muertos la siguen y le gritan que está sola...

jueves, 9 de abril de 2009

Descubrir Zama


Desde luego, llegué a Zama (¡1956!) a través de "Sensini" y, por cierto, de las recomendaciones de otros que siguieron, supongo, un mismo itinerario, uno de los muchos que dejó trazados antes de morir nuestra querida bestia de lectura, Roberto Bolaño. Pero, a pesar de todo mi cariño, que es bastante, o por lo menos más que suficiente, hubiese preferido que el libro se me presentara de otra manera, haberlo encontrado por mí misma en una librería de viejo en una de sus primeras ediciones o bien, hallarlo por una breve referencia en un texto sesudo y ajeno, como si se tratara del suspiro de un autor desgraciado.

No fue así: primero leí "Sensini" y quise al alter ego de Antonio di Benedetto, tanto como quise al narrador de esa historia sobre un encuentro y una ausencia (o esa es, por lo menos, una versión abreviadísima del cuento de Bolaño).

¿Y qué descubrí en Zama, qué pretendo anunciar? Las tres partes de una historia sobre la espera, fechadas en 1790, 1794 y 1799, tres años de la vida de don Diego de Zama, asesor jurídico de la corona estancado en Paraguay, en permanente trance de trasladarse a metrópolis que resulten más idóneas para su familia, alejada de él por kilómetros de soledad y barbarie. Las tres partes han sido tramadas en una extraña sintaxis, que no pretende emular las formas de expresión dieciochescas, pero que tampoco es la forma barroca del primer Borges a comienzos del siglo XX, ni menos una forma paródica cualquiera. Una expresión que es milagrosa, supongo, milagro de contemporaneidad y extemporaneidad al mismo tiempo.

Don Diego no es español, sino americano, y está siempre situado en un lugar ambiguo, los lugares de la espera, los lugares alucinantes de algo que parece no formado, de algo que parece formarse y arrasarlo todo. Aquella incesante creación imaginaria de América, no por más reiterada menos punzante, menos hipnótica.
La novela invoca formas demasiado conocidas: el asedio galante a una mujer pura o que pretende esa pureza, los fantasmas y demonios femeninos que agobian al narrador en una casa destartalada, el lance épico. Pero aquí todas esas formas demasiado conocidas tienen el valor de la insinuación, de la ironía, de la extrañeza. Cercanos a los horizontes de Buzatti, los paisajes que atraviesa don Diego en la última parte de la novela conmueven y aterran; el relato, cargado de poesía, anuncia la búsqueda de un bandido pero se convierte en el peregrinaje de Zama, el peregrinaje que define su espera inútil y kafkiana. Hay momentos bellísimos, tanto que sólo queda dejar a un lado el libro y pensarlos, pensar tanto en los indios ciegos con que se cruza el grupo de soldados (un desfile de indios ciegos a través de ese vasto y eléctrico paisaje, guiados por sus niños de ojos bien abiertos) como en los encuentros de Zama, el capitán del grupo y el perseguido, en triangulación imperfecta.

Ojalá me hubiese encontrado Zama en una habitación a oscuras. Palpándolo.

Diarios y palomas


(28 de febrero)
"En un banco a pleno sol, en el medio de las palomas"
(Georges Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino)


Es raro, estoy leyendo a dos escritores que observan a las palomas o que al menos se acuerdan de escribir que han observado algo en ellas. Quizás sea que me puse precisamente aquí, entre estos dos, Perec y Levrero, que he tenido todo el día ataques de sueño y sueños extraños. A ratos, sueños benéficos, extrañamente benéficos.

¿Por qué todos los que comentan La novela luminosa de Levrero repiten lo mismo? La famosa estructura, el diario de la beca, la novela inconclusa… Difieren sobre el tono de ambos. Algunos ven que se parecen, otros, que no se parecen nada. Yo creo que el tono es distinto. El diario es mucho, mucho más sombrío. Y la novela es una novela, ¿no? Pero el diario también es una novela, de eso estoy segura y quizás mucho más novela que el texto que Levrero deja inconcluso. Sigo ambos muy intrigada. La(s) novela(s) avanza(n). Esas letras que designan a las mujeres (amadas y/o apenas entrevistas), los muebles que no termina de colocar en su sitio, la imposibilidad de contar o más bien la dilación del contar, todo eso se distribuye en porciones y aparece Levrero, aéreo y subterráneo, topo, paloma.

Quizás pienso así porque he tenido esos sueños.
Hoy leía Tentativa echada en un sillón. Un sillón color berenjena. Al lado, mi hija comía su plato de verduras y carne muy picadas. Y el día se ponía cada vez más invernal. Lluvia. Con el libro en mis manos sentí un enorme bienestar y leí todo muy rápido. Los breves enunciados de Perec me transportaron a una plaza madrileña en que una vez, con 27 años y nada que hacer porque tenía efectivamente todo el futuro por delante y a mí misma totalmente a mi disposición, me puse a leer. Recordé el frío. Cierta luminosidad, la luminosidad del invierno y luego la caída de la tarde (en Tentativa me detuve mucho rato en la hora de las seis menos cinco minutos, cuando comienzan a encenderse las farolas) y aunque la suma de todos esos recuerdos pudiera ser melancólica, algo triste, me quedé dormida y tuve un sueño donde sentía mucho, mucho placer y algo tenía que ver con el invierno, con las palomas en una plaza nublada, y siento mucho no recordar nada de ese sueño que fue lo mejor que me ha ocurrido en varios días. Me quedé dormida en el sillón, de costado, con la cabeza apoyada en el brazo, y cuando abrí los ojos fue porque mi hija había terminado de comer hacía rato y venía a mí, limpia, recién cambiada, con su olor tan característico, y su sonrisa un poco burlona, llamándome.

Así son los diarios. Pero el de Levrero es, por supuesto, mucho más que esto y me extraña que nadie lo diga. El extraño poder narrativo de Levrero, que convoca algo más que una cotidianidad preñada de neurosis y que, por cierto, no pretende ser una summa iluminada. Es por esto que quedarse en el comentario de su estructura (el diario de la beca, la novela incierta) es concederle muy poco.



Como lectora, espero siempre el segmento de la paloma muerta. Pienso que cada vez que observa y escribe sobre esa paloma algo nuevo ha ocurrido en su cabeza, en su corazón. Algo nuevo se ha quebrado y ha generado ondas que modifican el pequeño espacio en que él se mueve obsesivamente, batallando obsesivamente también con sus obsesiones. Lo que es arriba es abajo, lo que está afuera está adentro, él cree bastante en eso, en esas formas de la magia, en las extrañas analogías. Perec no tiene nada que ver con todo eso y sin embargo sus anotaciones (no las pienso tan minuciosas, Perec es un tramposo) se parecen extrañamente, o quizás sea esa capacidad para dejarse impresionar por esas pequeñas cosas de lo cotidiano, aunque tampoco, porque no basta con escribir que pasa el 63 y luego pasa el 96 para que uno se sienta conmovido, como me siento cuando leo lo que él escribe, claro, sabe decir que pasa el 63 y luego el 96 pero en un momento determinado las palomas tienen una mirada fija y las personas que las miran también. Entonces sí tiene sentido que volvamos a esos buses que no dejan de pasar, cargados de sus japoneses fotófagos, los intervalos, las observaciones irrepetibles. El mundo que nos va dejando. La página contagiada de ese mundo ordinario y sus intervalos.

Qué pena no recordar mi sueño. Sé que desperté y me sentí contenta después de mucho tiempo. Y después almorcé, vi una de esas serie antiguas, de Alfred Hitchcock, un episodio en blanco y negro sobre algo que ya no recuerdo, una impostación o un intento más de crimen perfecto, no sé, y volví a quedarme dormida, dormí dos o tres horas y lo único que sé es que probablemente bajo el influjo de Perec seguí teniendo sueños invernales, mientras en Santiago caía una lluvia suave, fresca.

El efecto narcótico de mi lectura ya pasó. He sentido de pronto mucha nostalgia de una amiga que está en París y que por cierto es la persona que conozco que más sabe de Perec. Y he sentido, por supuesto, otras nostalgias. Me doy vueltas por la casa, hago infinitas tareas, pero no me decido a salir. Abro el computador. Espero sin ilusión que algo ocurra, es como la rutina de esperar. Pienso que soy demasiado ambiciosa, porque hoy, flanqueada por palomas, me ha ocurrido algo realmente extraordinario.